Tres años después de su histórico triunfo en el Festival de Cannes por Mejor Dirección con El Seductor, Sofia Coppola estrenó su séptimo largometraje titulado En las rocas (On The Rocks). Ajustándose al contexto pandémico, lejos de la pantalla gigante, pero muy apegado a su sello personal.
El lanzamiento fue desde la plataforma Apple TV+, lo que permitió un acceso equilibrado en todas partes del mundo, sin tener que fragmentar su distribución de acuerdo a los permisos de cada país según su condición sanitaria. Además, por supuesto, de la reacción inmediata de la piratería. Algunas salas cuentan con la proyección bajo protocolo, pero su estreno persuadió la visualización en buena calidad priorizando la salida de la película como un ente autónomo, en vez de aguardar el deseo de convertirse en un éxito en taquilla.
Hacer historia de esta manera en el certamen más prestigioso del séptimo arte refleja una cualidad sustancial con una doble interpretación latente. Primero habla muy bien de una directora que supo afianzar un conjunto de pautas a lo largo de su carrera dándole sentido y lucimiento a su identidad como autora cinematográfica. Pero a su vez, habla muy mal del festival francés y de toda la industria en general (antes había sido la tercera mujer nominada al Óscar por la Academia en la misma terna con Perdidos en Tokio), porque revela la idiosincrasia masculina que gobierna en el cine mundial desde sus principios. Después de cincuenta y seis años que la cineasta soviética Yuliya Solntseva lo logró con The Story of the Flaming Years, Sofia Coppola fue la segunda en llevarse este galardón. Pero no es casualidad que haya sido ella la que dio vuelta el tablero, considerando que parte de su esencia pasa por satirizar sutilmente el canon falócrata imperante. Su victoria instauró una presencia femenina con expansión colosal y, esta vez, la esperanza de un cambio rotundo del paradigma para que esto deje de ser recalcado como un suceso extraordinario.
La filmografía de Sofia Coppola construye una perspectiva feminista a través de protagonistas inmiscuidas en una etapa de transición para aludir líricamente, desde distintas posiciones, la rebelión ideológica contra el patriarcado. El ejemplo más riguroso es El Seductor, basada en la novela de Thomas P. Cullinan. Yendo más allá de la trama de la historia que revela la tensión entre un grupo de mujeres de distintas edades tras la aparición de un soldado en la casa; es en su proposición donde resalta la vehemencia del concepto. Ya que El Seductor es el único remake que Sofia Coppola realizó, pero con un giro imperioso concentrado en el punto de vista de las mujeres, contrastando al film original de 1971 dirigido por Don Siegel y protagonizado por Clint Eastwood. Poder reformular la opinión de un clásico hollywoodense con la facultad del presente, fue lo único que le interesó a la realizadora para poner en marcha el proyecto. Encendiendo desde su lugar el chispazo político en concordancia al incendio sociocultural que designa la revolución feminista contemporánea.
A su vez, en todas las demás, desde Las vírgenes suicidas a En las rocas se transparenta la misma urgencia de un discurso sufragista sin la finalidad de tornarse panfletaria. El cuestionamiento de su cine pasa por exhibir la costumbre cristalizada y las convicciones implícitas. En su última película, Sofia Coppola vuelve a reunirse con Bill Murray luego de Perdidos en Tokio, pero el personaje del célebre actor parece más una secuela de su papel en Flores rotas de Jim Jarmusch que del empático acompañante de Scarlett Johansson. En las rocas parece a simple vista un elogio al reencuentro familiar, pero en realidad busca poner en jaque la masculinidad a través de la declaración de un conjunto de máximas que definen a la figura paterna como macho ejemplar, constantemente repudiado por la mirada de la hija, sumergida en la fantasmagoría de que todos los tipos son iguales.
Desde luego que la discrepancia con la mente varonil no es lo único que eleva a Sofia Coppola como una cineasta empoderada. Ya que la solidez de su trayectoria resalta la energía de algunos fetiches que delatan su carisma estético en los detalles. Siempre vamos a encontrar escenas contemplativas con personajes que miran a través de una ventana, como así también numerosos guiños a la cultura pop. Sofia Coppola es distinguida, sobre todo, por la potencia poética que fluye de sus historias a través de una serie de aditamentos simbólicos que van de un aspecto pictórico: con su capacidad de acentuar la belleza por medio de encuadres meticulosos y una estimación notable en la tonalidad pastel de su arcoíris decorativo; a un aspecto metafísico: con la encarnación de estados represivos que buscan desesperadamente su liberación; hasta un aspecto sensible: sublevando el relato contra la narrativa tradicional de causa y efecto en pos de una estimulación idílica de los sentimientos suscitados.
Existe un lema primordial que rige para todas las artes con la misma intensidad que fomenta a escribir en base a las propias vivencias, ya que la mirada más sincera y locuaz se cierne sobre los aspectos intrínsecos de la cotidianeidad. Pero esta afirmación no rige formato documental, sino amalgamar en la ficción la coherencia individual que una flechas con la realidad de la psiquis creadora. Y observando detenidamente toda su filmografía, nadie se atrevería a negar que Sofia Coppola encaja perfectamente en este dictamen, ya que cada una de sus películas, en cierta manera, hablan a partir de su experiencia. Nacida en una familia cinematográfica, siendo hija del honorable director Francis Ford Coppola, prima de Nicolas Cage y Jason Schwartzman y sobrina de Talia Shire, estuvo obligada a lidiar con críticas de acomodo y paridad. Sin embargo enmudeció todo cuestionamiento huyendo de la enorme sombra que confabula su apellido para tonificar un lenguaje inherente e incisivo.
Precisamente no fue Sofia Coppola la que declinó su actividad, sino la cinefilia su demanda que exigía en la hija lo que ya no podía encontrar en su progenitor. Y a pesar de comenzar actuando en films como Los marginados (1983), La ley de la calle (1983) y El Padrino III (1990), la joven cineasta cuando se paró detrás de la cámara se propuso tomar una distancia constitutiva del cine grandilocuente de su padre. Optando por apoderarse de lo conveniente, como la financiación de casi todos sus proyectos (en On the Rocks intervino A24) por American Zoetrope Studios, la productora de Francis Ford Coppola, que le facilitó una mayor promoción de su obra pero sin ser escrupulosa en manifestar lo que significa ser una princesa adolescente en Hollywood con todas sus virtudes y sus defectos. El cine de Sofia Coppola se sirve de lo excesivo y glamuroso para reverberar la crisis del vacío existencial que se disipa en la opulencia, pero anclado como el eje gramatical del modo de adentrarse en sus historias. A excepción de María Antonieta y El Seductor, sus films responden a una ola de cine independiente norteamericano, no por obligación económica como sucede en la gran mayoría de los casos, sino por decisión estética de un desarrollo minimalista con un poderoso énfasis poético. Su estilo alega a la corriente mumblecore, aunque nunca se la catalogó como tal, quizás por la desventaja que concierne su árbol genealógico. Sin suspicacia, si se la aísla como tal, vamos a encontrar un montón de características que la asemeja a este movimiento que tuvo su esplendor con la llegada del nuevo milenio y se caracterizó por sus presupuestos escuetos y la naturalidad de la prosa despojada de artificios, pero con una sutileza formidable en su intención emocional. Sofia Coppola jamás persiguió la épica, sino muy por el contrario, ahondó en la exploración afectiva que profundiza la falta de acción de sus protagonistas, anteponiendo el foco de la cuestión en cómo se la cuenta, más que en lo que acontece.
En defensa de María Antonieta, a pesar del despilfarro de dinero que implicó la filmación, su tercer largometraje lleva su firma en todas partes. Esto explicó a futuro que la vitalidad causante de su autoría no subyace de los recursos capitalistas, sino de las miserias subjetivas que el sistema depara. Ya que con más o menos, Sofia Coppola sigue siendo Sofia Coppola. De este modo la demasía del lujo barroco de la corte de Versalles que escenificó le resultó apropiado para demostrar la misma inclinación filosófica de sus películas anteriores, retratando la frivolidad y el absurdo del desconcierto habitual que condena el alma de sus personajes a un hueco insondable que ni toda la riqueza del mundo puede contentar. Así sucede también en Somewhere, en la cual la futilidad desencadena una búsqueda insaciable de pequeñas sonrisas efímeras. Con su ópera prima fue extremadamente radical en el desenvolvimiento dramático con un título que no deja lugar a dudas, y ese aura que encierra una brillante decepción mundana es también el móvil de su película más famosa, la desoladora Perdidos en Tokio.
Puede denotar cierta contradicción si el día de mañana Sofia Coppola dirige una película de realismo social, en la que un personaje debe robar para vivir, aunque sería muy interesante ver el resultado. Pero una historia basada en hechos reales en la que un grupo de adolescentes de familias acomodadas asaltan las mansiones de las estrellas de cine, es perfecta para ella. Esto pasa en Adoro la fama, una película que pone en diálogo la avaricia descontrolada y el delirio de la ostentación como una crítica aguda al estrellato. No es certero que Sofia Coppola hace un cuestionamiento de la desigualdad de mercancías que predomina en la humanidad desde siempre; pero sí que representa la irracionalidad de poseer cada vez más y más con la ilusión falaz de un camino a la prosperidad. La fortuna económica, en sus ojos, no tiene nada que ver con la fortuna introspectiva, sino que se trata de la fuente de enajenación que conduce a las personas a un abismo lujurioso sin pena ni gloria. Ni absolutamente nada, sólo banalidad.
Es esta insignificancia volátil el núcleo unificador de todas sus películas. La desdicha anímica, el aburrimiento desmesurado, la soledad inquietante y la contingencia fugaz enarbolan el desasosiego inalterable de la pluma de la directora. La potencia dramática no es para nada efectista, su cine lejos está de querer angustiar a sus espectadores o de suscitar moralejas reconfortantes. Ya que de algo que no peca Sofia Coppola es de intentar ser ética en el desamparo. Puede saltar de la comedia a la melancolía sin fundamentación previa, dado que en las bases de su poética los motivos siempre son una señal del desmoronamiento. Y lo que mantiene en pie a sus protagonistas es la perpetua privación de respuestas encubiertas por el desencanto espiritual.
Otra de las características principales de su cine es su avidez musical y así realizó la pieza audiovisual de “I just don’t know what to do with myself” de The White Stripes antes de convertirse en una directora consagrada. Las bandas sonoras de sus películas profesan una amplia cantidad de nombres sobresalientes con que evidencian su refinado oído musical con escenas memorables como casi videoclips que irradian las ganas de escuchar una estrofa más. Incluso el anacronismo ferviente de María Antonieta con “Ceremony” de New Order o “Hong Kong Garden” de Siouxsie and the Banshees, no choca con la representación del siglo XVIII, sino que se apega a la ambivalencia determinante de su propuesta. Phoenix, Air, My Bloody Valentine, Frank Ocean, The Strokes, Kanye West, son algunos de los créditos que resuenan en su filmografía por si fuera poco.
Es injusto seguir acusando de nepotismo el lugar que se ganó Sofia Coppola a lo largo de los años. Es un prejuicio ignorante y superficial, en razón de que ha sabido destinar lo aprehendido a un enunciado propio que armoniza toda su filmografía. La predilección por la fotografía, la moda, la música y la pintura que se desprende de su obra, adorna una mirada personal influenciada por su crianza en el intestino de la industria cinematográfica. Es difícil no pensar en su adolescencia peregrina comparándola con la joven Elle Fanning en Somewhere, hecho crucial para el desenvolvimiento de su práctica audiovisual. Porque hay que tener en cuenta que, lo que nos puede parecer trivial como espectadores distantes del esplendor artificial de las luces del set, en realidad puede significar una confidencia pura de su intimidad, que con ingenio, elegancia y una pizca de nostalgia consolidó como vocablo de su autoría y le permitió revocar el recelo ajeno que causa ser Coppola, en vez de ser considerada solamente como Sofia, la cineasta insubordinada. Algo que hoy en día, alcanza y sobra.