Ágil, descarada y brutalmente maravillosa, la serie de Phoebe Waller-Bridge es una topadora a cualquier tipo de moralidad que en su formato de comedia cínica termina revelando un costado dramático y humano.
Es fácil ser una mala persona. Es fácil ser cortante, despiadado, no mostrar el mínimo atisbo de interés por los demás. En un mundo ansioso e inmediato, es fácil ver a los demás como mercancía, como objetos descartables. Y en Fleabag, que narra la historia de un personaje sin nombre y aparentemente sin rumbo, es fácil pensar que ese va a ser el eje de la trama. Y no, rápidamente, bocado por aquí, bocado por allá, la serie escrita y protagonizada por Phoebe Waller-Bridge expone su verdadero núcleo: Todos somos seres imperfectos, incompletos, cuyas máscaras sociales se caen rápidamente cuando se aplica un poco de presión.
Con un juego constante con el espectador, que hace a la vez de consciencia de la protagonista o confesor silencioso, la serie evoluciona rápidamente desde su humor negro y cínico a una comedia dramática que se anima a meterse en temas extremadamente difíciles, con una sencillez y una maestría inmensas. Hay pocos temas álgidos que deja sin tocar, pero todos los que toca, nunca llegan a ralentizar el dinamismo de la serie y los picos de comedia, que aunque brutales, nunca dejan de sacarte carcajadas nerviosas.
Una familia que son todas las familias, que es la grieta en todas las relaciones humanas, la fragilidad, lo fácilmente resquebrajados que son los cimientos de nuestros vínculos. Y todo esto va acompañado de un casting que maneja perfectamente los dos tonos en los que brilla la serie: la comedia brutal y el drama interno explosivo. Entre los puntos más altos, Olivia Colman, como la increíblemente desagradable madrina y ahora pareja de su padre; Brett Gelman como el cuñado alcohólico (uno de los mejores y más odiosos personajes de la serie) pero en sus matices más apaciguados, también hay personajes muy ricos y a veces estrafalarios, como el Padre interpretado por Andrew Scott, que rompe todos los cánones de los curas de la televisión o Boo (Jenny Rainsford), la amiga de Fleabag, de una ternura y una inocencia inmensa.
Fleabag es una serie corta, son dos temporadas de seis capítulos de poco menos de media hora, con un ritmo vertiginoso, una banda sonora que por momentos la va de jazz puro y ruidoso y otras veces incluye cantos gregorianos y una sensación ominosa de religión pero que siempre contribuye al caos que hay en la cabeza de la protagonista, una protagonista sin nombre, a la que todos llaman de una forma distinta, o “amor”, o “querida”, o “puta”, o “monstruo”, pero cuyo anonimato más atroz es el de ella misma, que no sabe quién es realmente, ni cómo tiene que moverse en el mundo y cuyos sentimientos crean una armadura que la protege y envenena al mismo tiempo.
Dos temporadas cortas que no necesitan una continuación, que en un formato breve pintan un mundo enloquecido y a la vez hilarante, con una protagonista que a primera vista parece una cosa y termina siendo otra, un croquis del humano promedio en este tiempo de ruido, confusión y alergia a la soledad. Fleabag es incómoda y por momentos conmovedora y tiene una pericia asombrosa en hacernos reír y llorar con la misma facilidad en una misma escena. No es fácil hacer comedia en la actualidad, pero Phoebe Waller-Bridge lo hace parecer tan simple, que da envidia, haciéndole un corte de mangas a la corrección política y demostrando que la superioridad moral es una ilusión en un mundo donde todos estamos absolutamente rotos y la única salvación posible es dejar de hablarle a una audiencia invisible y comenzar a aceptarlo de una buena vez.