Es muy difícil esbozar algunas de las sensaciones que nos atraviesan al ver una película tan formidable como Her. Empecemos entonces por destacar el talento de su director- Spike Jonze- cuyas particularidades retóricas a la hora de narrar sus historias, nos sumergen en un mundo que no resulta para nada ajeno al actual, independientemente de cuáles sean los escenarios elegidos.
Podemos comenzar hablando de Her como una película ambientada dentro de un contexto futurista, localizada puntualmente en la ciudad de Los Ángeles. Nuestro protagonista se llama Theodore Twombly (representado por el talentosísimo Joaquín Phoenix) cuyo carácter melancólico y meditabundo es producto de una separación reciente. El giro novedoso de lo argumental se concreta cuando éste se enamora de un sistema operativo de inteligencia artificial.
No es fácil inmiscuirse en el universo personal de nuestro protagonista para lograr comprender los verdaderos motivos de ese enamoramiento o flechazo: ¿Cómo es posible que un ser humano logre tener sentimientos genuinos hacia un sistema operativo? ¿Qué tipo de relaciones se establecen a partir de la virtualidad que sucede e interpela a los vínculos tradicionales? ¿Verdaderamente estamos tan lejanos de ese futuro proto-tecnológico?
Y acá es donde nos ponemos más tajantes y creemos que estos lazos no resultan para nada lejanos a lo que sucede en la actualidad. Her, no necesariamente plantea un tema poco recurrente o explorado a través de la historia del cine y de las relaciones entre humanos e inteligencias artificiales, sino que se destaca en la sutileza a la hora de narrarlos.
Samantha (voz de Scarlett Johansson) es un sistema operativo que poco tiene de “artificio”, cuyos rasgos inherentes son tan humanos y reales que su falta de corporeidad o materialidad implican algo absolutamente secundario. A lo largo del film y durante el desarrollo de su carácter, Samantha se vuelve más humana y cercana que nunca. Su racionalidad y entrega parecen propias de un estadio superior, al que a Theodore -siendo humano y existiendo-le cuesta mucho más esfuerzo llegar.
Centrémonos en la búsqueda de nuestro solitario personaje quien parece no terminar de encajar en la vida social que lo rodea, dado que tiene una herida abierta que no consigue cerrar. Esto lo aleja de los lazos, aunque la genialidad del guión de Jonze, permite concretar el carácter dual de todo individuo, dado que su trabajo consiste precisamente en redactar cartas de amor para personas que desconoce.
Nuevamente nos encontramos intimados por el carácter virtual de la película: las fotos actúan como intermediarios dentro de esta realidad mediatizada que vive, siente y padece Theodore; donde los vínculos que él mismo establece como cercanos son meras apariencias. La gente a quien dedica sus textos no son sus amigos, son desconocidos, pero a través de su talento y percepción, expone sus palabras al mundo donde su sabiduría y ternura son recibidas como sinónimos de aproximación o cercanía.
Y he aquí nuevamente el binomio de su personalidad: tiene plenas aptitudes y logra expresarse con facilidad para hablar o dejar registro de sentimientos referentes a los demás, pero no puede concretar la verdadera naturaleza de las sensaciones que lo preceden respecto a su ex mujer Catherine (Rooney Mara) y mucho menos frente a la inminente Samantha.
Señales de esa incapacidad emocional son las acciones deliberadas que toma a lo largo del film: no puede escribir una carta de despedida para su ex mujer, evita firmar los papeles del divorcio, se siente inseguro a la hora de darle consistencia a la relación con Samantha y en el caso puntual de esta última, duda de la condición de la misma y de su verdadera naturaleza.
Una escena puntual, ejemplifica lo citado con anterioridad: cuando Samantha busca concretar su relación física a través de otro interlocutor humano, este acto lo llena de inseguridad y cuestiona su falta de entendimiento frente a aquello que lo excede y no tiene la capacidad de comprender. Sentado en la acera, haciendo eco de su frustración e intentando buscar una explicación racional a su falta de concreción en el acto sexual, le recrimina que “tome aire para hablar” como si verdaderamente “necesitara del oxígeno”.
La duda existencial que suscita la naturaleza artificial de Samantha, funciona como pretexto para seguir rehuyendo de las emociones reales. Es precisamente su ex esposa en un último encuentro quien recrimina este aspecto de la personalidad de Theodore.
Podemos llegar a sospechar que su principal incertidumbre radica en la naturaleza artificial de su amada, pero durante el desenlace observamos cómo la virtualidad de su co-protagonista termina funcionando como excusa de una causa mucho más profunda: Theodore es un hombre herido, tiene los altibajos propios de aquellos que dan por concluida una relación amorosa.
En otra de las escenas, donde los flashbacks de su vida anterior lo invaden frente a la pregunta de Samantha acerca de qué se siente estar casado, él se encarga de relatar sus experiencias y sensaciones descarnadas frente al amor, junto con su posterior madurez y desenlace. Como todo proceso, tiene un final, y como expone Theodore la dificultad de “crecer sin distanciarse o cambiar sin asustar a la otra persona”.
Una bocanada de aire fresco resulta ser la presencia secundaria-pero no menos trascendente- de la vecina y amiga de nuestro protagonista, Amy (encarnada por Amy Adams) quien con mucha paciencia y empatía logra interpretar los sentimientos que emergen y desbordan a nuestro personaje; haciéndole notar que la línea divisoria entre lo real y lo irreal es demasiado confusa.
Partiendo de un comentario autorreferencial, Amy intenta echar luz al conflicto de su amigo: le habla de lo efímero de la vida, de los momentos que se disipan con tanta volatilidad y la importancia del disfrute y aprovechamiento de la felicidad. Al fin y al cabo, la condición misma de la existencia, se compone de estos momentos intermitentes y difusos.
Parte de lo vital reside en el reconocimiento de nuestras limitaciones y su posterior aceptación. Ella plantea que Theodore necesita aprender a perdonarse y dedicarse a disfrutar de su incipiente relación, liberándose del yugo del prejuicio y la zozobra.
Podríamos añadirle un tercer personaje a esta historia: se trata de la metrópolis futurista. Jonze utiliza una serie de imágenes que oscilan entre dos ambientes bien diferenciados: el espacio natural (playa, prado, bosque) y el espacio artificial (los rascacielos, museos, ámbitos laborales, subte). Con la sutileza que caracteriza la utilización del color en su filmografía y a través de una paleta desaturada, nuestro director y guionista intenta exponer cómo los individuos se vinculan íntimamente con estos lugares.
Si bien los paisajes exhibidos pueden resultar sublimes y hasta en ocasiones abrumadores, es precisamente el objetivo de Jonze intentar esbozar un acercamiento a la enajenación de los vínculos sociales. Vemos que tanto Theodore como el resto de la población, circulan sin lograr intercambiar palabras o materializar un encuentro. Las relaciones interpersonales son escasas, parecieran estar muriendo frente a los avances tecnológicos.
El hombre camina por la vía pública o en medio de la naturaleza, conectado únicamente a un sistema artificial que lo aliena y sistematiza. Lo paradójico de esto es que aquellos dispositivos virtuales cuentan con más rasgos de humanidad que sus propios portadores.
La construcción de esta metrópolis que contiene individuos replegados en sí mismos, funciona como crítica al sistema capitalista de consumo y a la vileza que esconde la otra cara de la tecnología. Pareciera que en un mundo tan organizado, donde hasta la literatura epistolar está regida bajo un marco “profesional”; aquel que en apariencia provee el consumo desmedido de mecanismos destinados a facilitar la vida, no logra sin embargo combatir los propios sentimientos de desamparo y desahucio.
Es necesario hacer hincapié nuevamente en el guiño magistral de Jonze al erigir este futuro aparente. No vemos una estética que ahonde en demasiados aspectos propios de las películas de ciencia ficción: no hay grandes inventos, autos voladores o edificios inteligentes. El futuro pareciera resumirse en esa pequeña inteligencia artificial “sensible” donde la ciudad, la vestimenta y hasta las cartas impresas en manuscrito nos acercan a una realidad inmediata.
Pero no todo resulta tan negativo dentro de esta intimidad participada entre individuos e inteligencias artificiales. Contra todo pronóstico, Samantha se despide en una escena desgarradora. Pareciera que su paso por la vida del protagonista fue algo necesario, precisamente para echarle luz a las zonas oscuras de su carácter y ayudarlo a capitalizar el dolor y sobreponerse frente a las adversidades.
Queda latente una de las tantas frases expuestas en la película: “el pasado es sólo una historia que nos contamos a nosotros mismos”. Theodore no tiene el poder de cambiar las cosas que pasaron, el tiempo es el principal adversario de la vida pero asimismo también le otorga la capacidad de tener nuevos horizontes. Los recuerdos de nuestro personaje son sólo eso, recuerdos que, en simultáneo, están mediatizados por una memoria selectiva y subjetiva.
No se pueden cambiar las cosas tal como ya están dadas, pero al menos podemos tomar partes de estas lecciones vitales para trascender lo individual y generar nuevos encuentros. “El amor es una forma de locura socialmente aceptada”, cuán certero y devastador puede resultar un manojo de simples palabras como estas.
¿Por qué el entorno naturaliza las relaciones con sistemas operativos? ¿Cuál es y dónde reside la génesis de este tipo de vínculos socio-afectivos? Al fin y al cabo, enamorarnos es quedar vulnerados y expuestos al dolor, y son estas sensaciones aquellas que precisamente nos humanizan y distinguen del resto de los seres vivientes.
Hacia el final, Theodore redacta la tan ansiada carta a Catherine, se despide de ella con cariño y benevolencia, donde el amor siempre resulta ser el principal motor de la existencia. Cuando se adquiere verdadera dimensión de la finitud y la importancia de los lazos, y de la aceptación de los errores cometidos, Theodore se vuelve una persona libre de sí mismo. Pareciera ser que a partir de esa epifanía, la epopeya de nuestro “héroe” llega a su recta final o más bien a un nuevo comienzo.
Her es una película que desborda actualidad, los temas abordados en la misma no pierden lucidez con el paso del tiempo, la genialidad de los universos tanto espaciales como personales creados por Jonze no dejan de resultar maravillosos y cercanos. Si la virtualidad de las relaciones se proclama como un hecho inminente, no perdamos de vista entonces la importancia de mantener en vigencia los lazos interpersonales como elemento necesario, paralelo y complementario.
Los vínculos tienen su complejidad y finitud al igual que todos los ciclos. El desarrollo del lazo entre Samantha y Theodore resulta una metáfora de ello. “El corazón no es como una caja que se llena. Crece en tamaño mientras más amas” plantea este artificio que opera como un ser de carne y hueso. La existencia se trata un poco de este concepto. Mientras haya vida siempre quedan reminiscencias de experiencias gratificantes, la felicidad y la tristeza forman parte de esta dualidad vitalicia.
Her se erige como una oda al amor profético, no pierde fuerza o actualidad en su relato y su manera de ser contada resulta tan conmovedora que es prácticamente imposible no sentirnos avasallados frente a tanta belleza estética y discursiva. Sin lugar a dudas el aporte de cineastas como Jonze resulta urgente, dado que en este mundo alienado y hedonista, la conservación de pequeñas piezas de arte como ésta, nos impulsan nuevamente a la vida y a la reflexión acerca del sentido de la misma.