Hoy en día pensar en el cine independiente estadounidense actual y no aludir instantáneamente a Sean Baker es un descuido exorbitante y un indicio de necedad. Obviamente hay montones de ejemplos que encuadran a la perfección sin pecar de filamento y no suscitan ningún tipo de discusión: de los hermanos Safdie a Eliza Hittman la conjetura de que Hollywood no lo es todo es tan lógica como promisoria. Este realizador oriundo de Summit, Nueva Jersey, a lo largo de su trayectoria demostró su autenticidad mediante distintos enfoques, de lo formal a lo narrativo, y de lo poético a lo político. Su filmografía no es para nada extensa, y a decir verdad su esplendor abarca poco más de media década, pero tal impacto iluminó su pasado y quienes denotaron asombro e interés por la totalidad de su obra, se encontraron con un arraigo insigne que constata que la gloria del presente no es fortuita, sino una búsqueda persistente por condensar su identidad cinematográfica.
A finales del año pasado salió a la luz la noticia de que Sean Baker filmó en secreto durante el otoño su próxima película: Red Rocket. No hay mucha información al respecto, los pocos detalles que se conocen son que la co-escribió con Chris Bergoch, su colaborador habitual y que tendrá al frente a Simon Rex, conocido por sus actuaciones en las últimas tres de Scary Movie. Rodar sigilosamente no es un inconveniente para este director, ya que demostró con anterioridad que cierta clandestinidad le sienta a la perfección. Por ejemplo, Take Out (2004), su segundo film, realizado a dúo con Shih-Ching Tsou, se filmó en un restaurante chino mientras estaba en funcionamiento; lo mismo concierne al hermoso final de The Florida Project (2017), que se infiltró con su equipo furtivamente en un día común y corriente en el parque temático más famoso del mundo sin ningún tipo de permiso. De acuerdo a la sinopsis de Red Rocket, será una comedia ácida de un “suitcase pimp” (lo que se conoce como la pareja de una actriz porno) llamado Mikey Saber, que abandonará Los Ángeles luego de fracasar en la industria del cine para adultos para retornar a Texas, pero entremedio conocerá a una joven que le hará cambiar de parecer.
Como sucede con las figuras más relevantes de la historia del séptimo arte, a pesar de sus respectivas disimilitudes singulares, hay una estela que equipara todas sus películas. Desde su ópera prima Four Letter Words (2000) hasta la aclamada The Florida Project el cine de Sean Baker se caracteriza por traslucir la crudeza inherente de la marginalidad social sin la mínima intención de desahuciar falsas moralejas, ni engañar al espectador con la representación de la utopía marxista. Lejos de remitir a la pornomiseria que tanto agrada al circuito festivalero, su autoría se ocupa de retratar la cotidianeidad de lo que permanece oculto y darle voz a una galería de personajes exentos de rumbo en pos de evidenciar que hasta en los lugares más insólitos coexisten una infinidad de sensibilidades que ameritan reflejar su historia. Ya sea la vertiginosidad de la calle, como también un garage, un restaurante, la parte de atrás de un local o una vecindad, lo importante es mostrar lo que se intenta callar.
Pese a que sus dos primeras películas Four Letter Words y Take Out pasaron desapercibidas y sean inconseguibles alegan a la idiosincrasia del director. Esta última recibió una nominación al Independent Spirit Awards cinco años después de su estreno. Entre parloteo de drogas y pornografía, y el malestar de los inmigrantes en su país natal, Sean Baker montó los cimientos de su lenguaje como medio de denuncia de problemáticas sociales influenciado por distintas corrientes: en su cine conviven la urgencia del Neorrealismo Italiano, la espontaneidad de la Nouvelle Vague, y la conciencia colectiva de realizadores como Ken Loach y los hermanos Dardenne convirtiéndolo en la estirpe del New American Cinema. Para finalizar la trilogía neoyorkina estrenó Prince of Broadway (2008), la cual construyó su senda festivalera destacándose tanto en Locarno como en nuestro BAFICI. Retomando el tema de la inmigración, cuenta la historia de dos hombres, un ghanés y un armenio-libanés, que se ganan el pan con la venta ilegal de falsificaciones de grandes marcas de indumentaria a menor precio. La vida de estos sujetos se desmorona cuando tienen que enfrentar el abandono a flor de piel y responsabilizarse de personificar las ramificaciones del machismo sin condolencias del destino.
La curiosidad de Sean Baker por indagar en la subcultura del porno no es una primicia, sino un despliegue de sucesos menores, ya que según lo que ha repetido en numerosas entrevistas, trabajar en Greg the Bunny (2002) y en su spin-off Warren the Ape (2010) fueron su primera aproximación a la industria tabú. Estas miniseries que eran una especie de parodia subida de tono de Plaza Sésamo fueron creadas en colaboración con Spencer Chinoy y Dan Milano, Greg the Bunny funcionó en un canal independiente llamado Junktape y tuvo tres temporadas, aunque sólo la primera fue emitida por FOX; Warren the Ape fracasó, MTV bancó sólo una temporada y la dio de baja. De igual modo los títeres obscenos no van a ser el motivo por lo que será recordado Baker, sino solamente como una rampa a su proyecto siguiente, Starlet (2013). Luminosa, sutil y enternecedora, el cuarto film del cineasta cuenta el vínculo entre una actriz porno (Dree Hemingway, bisnieta del reconocido escritor) y una anciana cascarrabias (Besedka Johnson) que comienza a hilarse por remordimiento y termina afianzando una devoción inmaculada. Con una trama minimalista Starlet expone un balance antropológico de dos almas celestiales unidas por la soledad en la inmensidad del Valle de San Fernando.
Quince años después de su primer largometraje, apareció Tangerine (2015), el film que puso su nombre en boca de la multitud, no sólo por el encantamiento de su relato, sino que lo que llamó poderosamente la atención de la cinefilia fue la peculiaridad de su formato que implicó una verdadera hazaña tan significativa como disruptiva: Tangerine fue filmada íntegramente con iPhone 5S. Un experimento que seguramente provocó la burla del sector más conservador en cuanto a que la profesionalidad se reduce a la técnica. Tildado de amateurismo e insensatez, el rodaje se llevó a cabo con tres celulares, una aplicación llamada FilMic Pro y un estabilizador. El resultado enmudeció a los incrédulos, sorprendió a la crítica especializada y ratificó la premisa del Dogma 95 que profesa que para hacer una buena película lo esencial es priorizar tener un buen guion. A esta altura sonará raro, pero alcanza con los dedos de las manos para enumerar los ejemplos que corrieron este desafío y deslumbraron con su resolución: Olive (2011) de Patrick Gilles, Night Fishing (2011) de Park Chan-Wook, Oso Polar (2017) de Marcelo Tobar y Unsane (2018) de Steven Soderbergh. Pero vale destacar que ninguna se compara con Tangerine, por eso es justo conmemorarla por lo que es: un estandarte del lema revolucionario “Do It Yourself” (“Hazlo tu mismo”) y una fuente de inspiración para las generaciones venideras.
Como se insinuó en el párrafo anterior, el reto audiovisual de esta producción no es la coartada de su adulación, ya que además de propagar la idea de que la oportunidad de filmar una película puede estar en nuestros bolsillos desmitificando el prejuicio anticuado que determina que la ausencia de millones paraliza la realización de guiones que terminan muriendo en un cajón; Tangerine no peca de snobismo y logra que tanto el cómo y lo que cuenta sea un flechazo directo al corazón de cualquiera. Una película que si bien aborda la prostitución transgénero, lo hace despojada de la sensiblería barata que se utilizó hasta el hartazgo para profundizar en la temática. No es que a Sean Baker no le interesen las problemáticas diarias que están obligadas a enfrentar estas mujeres, sino que es consciente de que el anclaje dramático prolifere como única perspectiva es estigmatización maquillada de empatía. Tangerine da por aludidas las injusticias con escenas pequeñas y se encarga de visibilizar el ímpetu, la susceptibilidad, el glamour y la jovialidad de sus protagonistas en un retrato de saturación cromática e impulsiva acerca de la traición y la amistad en vísperas de la navidad. Una frenética peripecia urbana que, con la misma intensidad, altera, conmueve y divierte sin estigmatizar.
Su consagración definitiva llegó con The Florida Project, tras la repercusión que generó su estreno en Cannes y su paso por San Sebastián, arrasó en decena de festivales y fue nominada en los premios Oscar, BAFTA y los Globos de Oro en la categoría de Mejor Actor de Reparto por la participación estelar de Willem Dafoe en un elenco conformado por rostros desconocidos. Sin embargo, el artista versátil que trabajó con directores heterogéneos como David Cronenberg (Existez), Sam Raimi (Spider-Man) y Lars Von Trier (Antichrist, Nymphomaniac), no sería dueño de todos los laureles, debido a que la pequeña protagonista Brooklynn Prince cautivaría a todo el mundo con su notable carisma en el papel de Moonee. El éxito de Tangerine le abrió nuevos horizontes a Sean Baker, como la colaboración de A24, la emblemática distribuidora de joyas independientes como Sping Breakers (2012), The Witch (2015), Moonlight (2016), por sólo mencionar algunas, y la oportunidad de sacarse la etiqueta del “cineasta que filma con celulares”. Cuestión que se encargó de declarar su satisfacción por dos motivos, por un lado el aborrecimiento a cada productor que intentaba sacar provecho de su reconocimiento ofreciendo poco dinero para llevar adelante su proyecto. Y por el otro, más valioso a nivel personal, degustar la magia del celuloide de 35 mm y presumir una fotografía analógica esencial para pulir la belleza y la excentricidad de cada locación de su película.
Hay espacios que tienen vida propia y se transforman en un protagonista más. Así como lo hizo Stanley Kubrick con el Overlook de The Shining (1980), Baker hizo que el hotel de The Florida Project adquiera una entidad semejante. Desde el violeta chillón en sus paredes hasta la cercanía con Disneyworld, el escenario es ideal para situar un drama social dedicado a la niñez. Convirtiéndose además en una parada obligada de los turistas cinéfilos para sacarse una foto antes de entrar al emblemático parque de diversiones. Todos los puntos recorridos por el grupo de niños son igual de atractivos, exprimiendo la singular arquitectura y ubicación ya sea mendigando un helado o haciéndole fuck you a los helicópteros que pasan volando a cada instante. Pero al director la pomposidad de la zona sólo le interesa para marcar contrastes, ya que The Florida Project hace hincapié en la crisis económica de toda una comunidad adulta mientras la ingenuidad y la inocencia infantil se desvanece en travesuras. Una historia tan encantadora como desgarradora, que enlaza a Roberto Rossellini y a Andy Warhol evocando un neorrealismo pop que nos invita a reflexionar sobre la desigualdad social y la concepción familiar. A pesar de la osadía de esta desventura, Sean Baker deja florecer con total frescura una pincelada poética que se revela visualmente en la contemplación del arcoíris y fuegos artificiales, y en una frase memorable de Moonee a su amiga que sirve de metáfora para esclarecer la razón de estimación de toda su obra: “¿Sabés por qué es mi árbol favorito? Porque está caído y todavía crece”.