“Es una verdad reconocida universalmente que todo hombre soltero que posee una gran fortuna le hace falta una esposa”
Así comienza una de las novelas más populares y exquisitas que nos ha regalado la historia de la literatura inglesa: Orgullo y Prejuicio.
Publicada en 1813 con autoría de Jane Austen, fue difundida desde el anonimato dado que en los albores del siglo XIX, no estaba bien visto que las mujeres llevaran a cabo profesiones que históricamente habían sido perpetradas por los hombres: la escritura no era una excepción a la regla.
Austen nació en Steventon, Hampshire, Inglaterra. Fue la séptima de ocho hermanos, pero la relación más estrecha la mantuvo con su hermana mayor Cassandra. Hija de un párroco de ávida lectura, heredó el hábito de consumir grandes obras literarias y eso fue despertando su interés por escribir.
Mucho de lo que vemos reflejado en sus novelas –y posteriormente en sus adaptaciones cinematográficas – forma parte del espectro de lo autorreferencial o autobiográfico. Austen fue criada dentro de los valores y estilo de vida de la burguesía agraria, su vínculo con la campiña inglesa era bastante profundo y esto generó que la mayoría de sus obras sean ambientadas dentro de este tipo de espacios. Como contrapartida, lo mismo sucedió con el caso de Bath; ciudad que la autora aborrecía y a la que persistentemente pareciera darle una especie de tinte negativo y superficial.
Jane Austen tuvo varias oportunidades para ser desposada: se cree que su gran amor lo tuvo alrededor de los veinte años con un joven llamado Thomas Leffroy, pero tal relación no prosperó dada la falta de fortuna de los Austen. Más adelante tuvo nuevas oportunidades o acercamientos con otros hombres, pero sistemáticamente se encargó de rechazar a todos y cada uno de ellos a causa de su fuerte carácter y abnegación.
Jane no necesitó cumplir con el mandato social de ser una mujer frívola cuyos anhelos existenciales se reducían a un matrimonio ventajoso. Este idealismo propio de toda su obra, lo sostuvo hasta su temprana muerte a los 41 años.
Su novela más famosa a la actualidad sigue siendo Orgullo y Prejuicio. Contó con múltiples adaptaciones a lo largo de la historia del cine y de la televisión. En el año 2005, un joven y debutante director inglés llamado Joe Wright, llevó a la gran pantalla lo que hasta el día de la fecha se considera como su mejor versión cinematográfica. Algunos fanáticos también sostienen que la miniserie de 1995 presentada por la BBC y protagonizada por Colin Firth como Fitzwilliam Darcy y Jennifer Ehle como Elizabeth Bennet sigue siendo la más fiel a la obra original.
Durante el comienzo de la película vemos a una joven Elizabeth Bennet (Keira Knightley), merodear por la campiña inglesa concentrada en la lectura de un libro. La fabulosa música de Dario Marianelli y Jean-Yves Thibaudet acompañan la atmósfera intimista de esta escena, donde nos transformamos en espectadores voyeristas de la vida campestre y rutinaria de la familia Bennet y sus cinco hijas.
A través de un plano secuencia observamos el transitar de los distintos personajes que nos acompañarán a lo largo de toda la historia, viendo cómo se presenta a simple vista y rápidamente el origen o naturaleza de los mismos. Las revoltosas Lydia (Jena Malone) y Kitty (Carey Mulligan) corren por la casa, Mary (Talulah Riley) reposa estoica mientras acaricia las teclas su amado pianoforte, Jane (Rosamund Pike) intenta poner cierto orden sobre sus efusivas hermanas menores y Lizzie contempla desde lejos una conversación entre sus padres.
El origen de la charla entre una intensa Mrs. Bennet (Brenda Blethyn) y un pasivo Mr. Bennet (Donald Sutherland) es la llegada de un acaudalado hombre de negocios llamado Mr. Charles Bingley (Simon Woods), quien puede resultar potencialmente un partido matrimonial más que favorable. La vehemencia de la señora Bennet al insistir a lo largo de toda la película sobre la finalidad última de sus hijas, resulta ser una actitud de lo más abrumadora e irritante.
Para ponernos un poco en contexto también es necesario destacar un dato histórico no menor de la época en que transcurre el film (finales del siglo XVIII, principios del siglo XIX): las mujeres no podían heredar los bienes familiares, por eso la desesperación de la señora Bennet en ubicar ventajosamente y en edad fértil a sus cincos hijas en matrimonios convenientes.
Lydia y Kitty parecieran ser aquellos personajes que heredaron la frivolidad propia de su madre. Fantasean con la milicia y son coquetas por naturaleza. La desfachatez a la hora de encarar sus deseos las convierte en seres impulsivos, desconsiderados y altaneros; pero también es necesario tener en cuenta que estamos hablando de personas que rondan la adolescencia.
Jane y Elizabeth son las hermanas mayores. Jane es la más tímida de todas. Reservada, excesivamente bella y muy mesurada a la hora de manifestar emociones, se complementa perfectamente con el carácter efusivo, pasional y avasallante de Lizzie. Ésta es aquella que se destaca por encima de su familia. Tiene ideas modernas y vanguardistas para los tiempos que corren. Su falta de aspiración por “capturar” un marido rico la convierte en una persona con objetivos claros, difícil de doblegar y cuya erudición reside principalmente en sus ávidas lecturas y en la observación racional de su entorno.
Lizzie reniega de los mandatos impuestos por la sociedad. Ella brega por la independencia de su género a la hora de tomar decisiones, dado que por aquel entonces las mujeres tenían como función única y absoluta la realización o control de tareas domésticas y la procreación. La construcción de esta figura de avanzada no es casualidad: biógrafos han asegurado que Elizabeth Bennet cristaliza más que ninguna otra heroína las características propias de su autora, por ende, no puede evitar el aditivo de lo autorreferencial al momento de darle una voz y un carácter particularmente rebelde.
Las hermanas Bennet tienen el agrado de cruzarse durante un baile con Mr. Bingley, quien queda flechado por la belleza de Jane. Lizzie no corre con la misma suerte al tener que escuchar un comentario desagradable proveniente del mejor amigo de Bingley, Fitzwilliam Darcy (Matthew Macfadyen), quien acusa que la belleza de la misma no es lo suficientemente tentadora como para incitarlo a bailar.
Lizzie observa el comportamiento de Darcy desde las sombras, lo escucha hablar de ella despectivamente y piensa que ese hombre prejuicioso y orgulloso no hace más que herir su vanidad, pero no logra darle mayor trascendencia a los dichos de alguien que no tiene ningún peso o conexión con su vida.
Frente al cambio de actitud de nuestra heroína y los frecuentes cruces fortuitos con Darcy– aunque luego descubriremos que varios de ellos fueron premeditados-se establece entre ambos una especie de tensión o tironeo sexual; donde el sarcasmo de ciertos comentarios no hace más que acentuar la condición de Elizabeth como mujer ‘distinta’, fuera de serie y muy por encima de la media.
Lizzie no se rinde frente a este hombre acaudalado e intrigante, que no parece lograr impresionarla desde ningún aspecto. Porque el mismo Darcy que desechó la oportunidad de conocer una gran compañera en aquel primer baile, fue descubriendo a medida que avanza la trama, una irrefrenable atracción hacia aquella mujer rebelde que reniega de sus encantos tanto físicos como materiales.
Joe Wright mantiene un estilo único a la hora de mostrarnos el incipiente enamoramiento de Darcy y el desconocimiento de Lizzie ante tales sentimientos. Ella ignora lo que siente Darcy porque está muy por fuera de sus propias aspiraciones. Es alguien a quien pretende aborrecer, el carácter distante y en apariencia soberbio de su antagonista no hacen más que acrecentar su desdén.
Los guiños que vamos detectando acerca de la especial atención que Darcy le presta a Elizabeth, podemos observarlos a través de pequeños y memorables gestos tales como la llegada de Lizzie a Netherfield para cuidar a una Jane enferma, donde Darcy se levanta estrepitosamente de su silla para poder saludarla. En el momento en que las hermanas Bennet abandonan el palacio, Darcy ayuda a Lizzie a subirse al carruaje y observamos cómo moviliza la mano con la que tocó a la heroína en clara señal de haberse quedado con ganas de estrechar durante un tiempo más prolongado la extremidad de su amada; como asimismo en señal de reproche por lo impulsivo y alevoso que fue su acto.
A través de un fabuloso plano secuencia, que funciona como recurso narrativo para mostrarnos la fastuosidad del ansiado baile en Netherfield y el movimiento e interacción de sus personajes, se refuerza a Orgullo y Prejuicio como proeza visual, donde el preciosismo de las imágenes y el nivel de sutileza retratados por Wright rebosan riqueza estética y conceptual.
No hay diálogos ampulosos o grandes intercambios, no necesitamos escuchar de la boca de Darcy que está enamorado, podemos descifrarlo en los gestos -que son estoicos pero no por ello menos apasionados- en la mirada, en la actitud de encarar precipitadamente a Elizabeth para ofrecerle un baile, aquel que le negó al principio de la película. Darcy está dejando atrás todo su revestimiento y empieza a mostrarse como un hombre frágil y enamorado.
Aquel único baile en que nuestros personajes circulan uno alrededor del otro e intercambian palabras fútiles que desencadenan una encendida discusión, sirve como escenario para dejar patentado el hecho de que estamos frente a una guerra de egos donde la tensión es ostensible y representada con enorme majestuosidad.
Nada en Orgullo y Prejuicio pareciera estar fuera de lugar. Wright nos regala planos maravillosos tanto de sus personajes como de su entorno. Los paisajes naturales y emocionales son retratados con soltura y nitidez. La batalla interior que mantienen los protagonistas también queda reflejada gracias a las excelentes actuaciones de Knightley y Macfadyen.
A Lizzie le es revelada una verdad que cambia todo: cree corroborar que la persona que se encuentra frente a sus ojos es el culpable de todo el malestar ocasionado a su adorada Jane. Corre abruptamente a refugiarse lejos de esa iglesia, de ese espacio compartido donde la mirada incisiva de Darcy no hace más que atosigarla y cargarla de violencia.
Darcy la sigue, bajo ese paisaje campestre y bucólico, donde la acertada elección de una lluvia torrencial de trasfondo no hace más que otorgarle mayor dramatismo a la escena. Lo contenido del carácter de Darcy se disipa, para regalarnos un vómito discursivo y visceral que actúa de confesión de aquellos sentimientos abrasadores hacia Lizzie; concluyendo en una propuesta matrimonial.
Pero Lizzie no cede, no pierde terreno. Herida en su orgullo, rechaza con ciertos aires de grandeza la ventajosa oferta de Darcy y le aclara que sería la última persona en el mundo con quien desearía casarse. Wright nos acerca a la intimidad de este momento a través de un primer plano de los rostros de nuestros protagonistas: Darcy despechado y con el corazón roto se acerca a la boca de Elizabeth sin poder creer lo que salía de la misma. Él, Fitzwilliam Darcy, hombre poderoso y honrado, es rechazado desdeñosamente por aquella mujer de inferior condición social.
A partir de este momento volvemos a tener un giro abrupto en base a una concatenación de acontecimientos que no hacen más que mostrarnos que la visión de Lizzie acerca de su enamorado era por demás errónea. Darcy comienza un camino de redención personal donde intenta demostrarle a su amada- como también a sí mismo- que no es la persona desagradable y orgullosa que aparentaba ser.
Las piezas de esta historia de amor comienzan a fusionarse naturalmente. La asunción de los sentimientos de ambos personajes empieza a dar sus frutos y en una especie de justicia poética hacia los mismos, observamos cómo la barrera emocional que parecía inquebrantable y divisoria, cae abruptamente para dar lugar a la génesis del romance.
En Orgullo y Prejuicio no solamente los protagonistas logran cargarse al hombro la película, también lo hace la magia de los actores secundarios. Por supuesto que estamos hablando de individuos con un largo trayecto actoral tales como Judi Dench, Donald Sutherland o Brenda Blethyn.
La parsimonia de Mr. Bennet para soportar con estoicismo los arranques verbales de su esposa como asimismo la pasión y preferencia por la figura de Lizzie, lo transforman en un padre entrañable y cercano a los deseos de sus hijas, por más que en alguna que otra oportunidad parezca desconectado de todo aquello que lo rodea.
Mrs. Bennet es la encarnación de todo aspecto neurótico e irreverente. Su efusividad e impertinencia la destacan como alguien fácilmente irritante y egocéntrica, pero que al fin y cabo -y en salvedad de su personaje- sus intenciones últimas son genuinas y valederas: es ella quien se encarga de velar por el bienestar de sus hijas.
Judi Dench -como Lady Catherine de Bourgh- prodiga clase y arrogancia. Aquella mujer entrometida y prepotente que intenta socavar sin éxito los sentimientos de Elizabeth hacia su sobrino, pareciera estar siempre lista para dar batalla y custodiar sus bienes y la ‘pureza’ de su familia. De sólo pensar en que una mujer del origen de Lizzie podía transformarse en la futura señora de Derbyshire le generaba profundo escozor. En un acto inoportuno de arrojo, con la mayor vanidad e impertinencia, irrumpe en la casa de los Bennet para dar constancia de sus sentimientos. Una vez más, esta actriz inglesa nos regala una clase magistral de actuación.
Eludiendo los golpes bajos, los falsos sentimentalismos e introduciendo técnicas narrativas que favorecen la creación de atmósferas emocionales prodigiosas, como asimismo el hecho de resaltar la belleza de los paisajes naturales, la obsesión metódica por los detalles, la vestimenta, el clima, la ambientación, las elipsis temporales (escena del columpio), los planos secuencia y los primeros planos, la musicalización, la actuación certera y comprometida de la totalidad de su elenco; son aquellos factores que convierten a Orgullo y Prejuicio en una película verdaderamente inolvidable y ambiciosa a nivel estético.
Elizabeth Bennet es una heroína que no cuenta con ningún súper poder más que su luminosa inteligencia y la crítica mirada acerca de su entorno social. Se eleva como claro álter ego de su autora, dando también lugar a una re significación y actualización de sus condiciones y virtudes. Si bien hablamos de una mujer que vivió entre los siglos XVIII y XIX, no podemos dejar de reconocer un incipiente feminismo al contrariar el orden de lo establecido y empoderar el rol de la mujer como individuo que piensa, siente, lucha y padece las consecuencias de una sociedad machista, sesgada y patriarcal.
Lizzie es sinónimo de abnegación, de pensamiento de avanzada. Su lucha va más allá de lo que puerilmente pueda observarse. La opresión que recibe dada su condición de género no le impide seguir siendo una idealista que brega por sus propios derechos, deseos y anhelos. Ella no tiene intención de casarse a no ser que caiga en la vorágine efusiva del amor. No le interesa ser la mujer de alguien, ella es solitaria, pensativa e independiente.
El choque con Darcy fue letal para su estructura filosófica. Aquel hombre distante y complejo logró quebrantar parte de su orgullo para darle lugar al amor, un amor que no cae en el facilismo del primer encuentro o de lo obvio, sino que se construye paulatinamente entre dos participantes, aquellos que logran sucumbir bajo la pasión de las diferencias y en la aceptación de que en este hecho puntual- como en tantos otros aspectos- reside lo enriquecedor de la experiencia amorosa.
Al fin y al cabo, si fuera por una cuestión de clase, estaría claro que Lizzie y Darcy debían emparejarse con personas más idóneas. Pero, todos somos conscientes que el amor no es algo que se elige, surge generalmente de forma involuntaria y mal acostumbrados a ver constantemente películas que forman un pastiche somnoliento y poco verosímil acerca de los ideales románticos, nos encontramos frente a una película que parece nunca perder sentido y actualidad.
Orgullo y Prejuicio es apta para todos aquellos amantes del cine de época pero también merece ser vista por todo el público que quiera acercarse a una de las historias de amor más conocidas y mejor gestadas a lo largo de la historia literaria y cinematográfica.
Fuente de inspiración de otras películas, un ejemplo concreto de ello es la saga de Bridget Jones. Como dato de color resulta menester indicar que el principal antagonista de la impetuosa y efusiva Bridget se llama Mark Darcy y fue representado por quien dio vida a Fitzwilliam Darcy en la miniserie del ’95: Colin Firth.
Orgullo y Prejuicio merece ser revisada en ambos formatos –el novelesco y el cinematográfico- dado que el peso de su argumento resulta ser muy vanguardista para la época en la que la obra fue escrita.
Jane Austen logró entonces transformarse en leyenda y lo que es más dramático y abnegado-que hasta cierto punto desborda un idealismo romántico contagioso- ella murió en su propia ley, sin doblegarse a las imposiciones sociales de su época y lo digno de su soledad fue algo que eligió a voluntad y conciencia. El paso de la misma por este mundo no hizo más que profesarnos un legado maravilloso: vida y obra se condensan para regalarnos a una de las escritoras más prominentes, visionarias e inolvidables de la literatura universal.