Les contamos qué nos pareció The Fabelmans, el gran homenaje de Steven Spielberg al cine.
La última producción cinematográfica de Steven Spielberg, The Fabelmans, es, por un lado, un film autobiográfico y por el otro, un film sobre la pasión y el amor por el cine. Realizada con un guión del propio Spielberg en asociación con Tony Kushner, el cual ha sido un escritor constante en sus últimas obras, la cinta nos narra la vida de Sammy Fabelman (Mateo Zoryon Francis-DeFord), un niño que gracias a sus padres descubre el mundo del cine merced a que los mismos lo llevan a ver The Greatest Show on Earth (1952), de Cecil B. DeMille, película que terminará por modificar y redefinir su vida por completo a partir del preciso momento que sale de la sala de proyección.
A través de una mezcla entre la realidad de su infancia y la ficción, el afamado y muchas veces premiado director norteamericano desarrolla en The Fabelmans una trama en donde la memoria de su pasado, otrora niño y adolescente, se entremezcla hábilmente para relatar los orígenes de sus creaciones audiovisuales y la de su profesión como cineasta. Así podemos ver como una secuencia crucial del film de Cecil B. DeMille, que incluye el robo a un tren, pronto será recreada con juguetes y una pequeña cámara que le es obsequiada.
De la misma forma, The Fabelmans nos va develando como esa simbiosis que caracteriza tanto a las obras fílmicas del director, aquella entre los apartados técnicos-visuales y una buena dosis de encanto y calidez, es pasible de rastrearse en las figuras paternas tan nítidamente contrastadas: su padre (Paul Dano), un ingeniero de profesión, destacado experto de su área, muy metódico y ordenado, contrasta con su madre (Michelle Williams), una pianista frustrada, amorosa y apasionada con su familia pero que sacrificó su veta de artista en pos de una vida matrimonial tradicional. Todo esto sin mencionar al tío abuelo de Sammy (Judd Hirsch como Boris), un artista de circo que logró encontrar trabajo en Hollywood hacia finales de los años ´20, personaje que nos alerta de que ya en generaciones anteriores a la del núcleo familiar de Steven Spielberg se puede descubrir el origen de una veta artística no muy valorada y apreciada por los demás integrantes de su genealogía.
Son innumerables las referencias al origen del cine como séptimo arte a través de la película: cuando Sammy, a los seis años, se encuentra ansioso y asustado previo al ingreso a una sala de cine por primera vez en su vida, su padre le explica racionalmente que no tiene por qué temer ya que más allá del enorme tamaño de los actores y otras portentos visuales no hay allí ni una pizca de magia. Le refiere que se trata solamente de un “truco” posibilitado por la mente humana que retiene las 24 imágenes fijas por segundo proyectadas a través de un haz de luz y que bosqueja la sensación de que esas fotografías se están moviendo. La explicación se ve enriquecida por la madre, la cual hace alusión al cine y su analogía con los sueños (comparación que seguro provocaría un guiño de parte de los miembros del movimiento surrealista de inicios el siglo XX), a lo cual agrega que la citada proyección involucra la presencia de un “circo, payasos, acróbatas”, etc.: nada más y nada menos que una mención a los primeros pasos del cine en las ferias de variedades adosadas a los espectáculos circenses (guiño que se repite con la trayectoria laboral del Tío Boris).
El vínculo de las fotografías en relación con el origen del cine es citado constantemente a lo largo del film, ya sea de forma directa o solapadamente: cuando mamá Mitzi y sus tres hijos se suben al automóvil familiar para tratar de “cazar” visualmente un tornado que atraviesa el cielo a lo lejos y se detienen abruptamente frente a la aparición de un peligro real, la madre exclama: “todo pasa por una razón”. Y allí, en clave, uno no puede dejar de reflexionar de que el cine no es la sucesión caótica de imágenes sin orden y motivo aparente, cual tornado que atraviesa caótico y fugaz a través de un pueblo, sino que se necesita un ordenamiento racional que puedan convertirse dichas imágenes en una verdadera y auténtica historia. Ni que decir del baile a contraluz de Mitzi frente a la fogata en una escena de día de campo, que deslumbra a todos y es registrado por Sam (Gabriel LaBelle) con su cámara. Imposible no asociar esas imágenes a las realizadas por Segundo de Chomón y su corto silente “Loie Fuller” donde la bailarina estadounidense utilizó para su presentación tejidos que flotaban y luces multicolores. La frutilla del postre se presenta en el vínculo nada casual del tren y el cine: ambos deben su nacimiento gracias a la mentalidad racionalista y positivista de una época, la cual supo articular una confianza entre el potencial de la razón y el progreso con los logros y avances de la ciencia y la industria. Ambos surgen y se desarrollan como grandes transformadores de la sociedad de su época y muy justamente en el film se representan como grandes transformadores de la vida del protagonista.
Paralelamente, el film nos hace una alusión muy audaz entre la oscuridad necesaria para proyectar imágenes a través de la luz y la “oscuridad” latente en la vida matrimonial de los Fabelmans. Hay una tensión al interior de la vida amorosa de los progenitores del protagonista que ira “in crescendo” hasta terminar por estallar hacia el final y que de alguna manera es adelantada en los inicios del film: cuando papá Burt, al regresar del cine, busca su casa y no parece encontrarla, Sammy le contesta que es “la casa oscura que no tiene luces”. No tiene luces, no brilla, en el contexto de un barrio muy iluminado quizá porque allí conviven dos personalidades absolutamente contrastadas y donde una tiene que resignar sus sueños en favor de los del otro.
Mamá Mitzi es representada como una mujer sensible, cálida y pasional, la cual tuvo que abandonar su carrera artística en favor de su vida matrimonial y el desarrollo profesional de su marido, mientras que papá Burt se presenta como un hombre racional, metódico y utilitario, el cual parece ser el único de la familia que se da cuenta, subrepticiamente, de que algo no anda bien en la relación entre ambos. Y en el medio de esta tensión aparece la figura de un amigo del clan familiar y colega de Burt, a quién todos en la casa llaman cariñosamente “tío Bennie” (Seth Rogen), un personaje risueño, simpático y desestructurado. Unos días de campamento entre la familia y el tío Bennie, registrados por la cámara de Sam, producirán el develamiento de algo que permanecía oculto a los ojos del protagonista, a los de sus hermanas, aunque no tanto a los de su padre. Una película muy distinta en tono, forma y contenido parece latir por debajo de lo que en apariencia es vivido por los personajes y por lo que nosotros visualizamos. Vivir en una atmósfera familiar donde nada parece ser lo que parece no debe haber sido muy agradable y menos cuando todo se presenta abruptamente durante una etapa crítica como la adolescencia. En ese tiempo de tristeza y aflicción de la vida del protagonista es cuando el camino que le abrió el mundo del arte lo ayudó a no derrumbarse espiritualmente y a proyectar su vida y su pasión hacia adelante, cual rayo de luz en la pantalla de cine, al menos así parece relatarnos el film. No todo el mundo puede ser un gran artista, pero un gran artista puede provenir de cualquier lado, sobre todo y ante todo de aquellos sitios impregnados de tristeza, traición o decepción. El arte del cine, una vez más, y sobre todo aquí, como un modo maravilloso de liberar emociones y de sanar corazones rotos.
Es precisamente en ese punto donde está el motor de la historia que relata la película: la tensión que se genera entre una familia que se fractura lentamente, sigilosamente, hasta terminar rompiéndose y el arte como vocación, que surge de esa multitud de fragmentos rotos para ayudar a sobreponerse al trauma, para ayudar a crear un orden nuevo. El arte asimilado a una droga que una vez probada deviene adicción porque ayuda a anestesiar las tensiones familiares, los conflictos, los dolores y las frustraciones. Frustraciones de un ambiente familiar en donde una madre simula felicidad al interior de una vida conyugal que se derrumba y en pos de la cual sacrificó su vocación de pianista: sin embargo, la escritura y ejecución de partituras musicales hallará reparación, vindicación, en su hijo Sammy, cuando se aboque en un futuro a la escritura de historias a través de imágenes. Pero para realizar esa superación el protagonista tendrá que emerger de esa tensión entre su familia, a la que ama, y el arte del cine, al que ama un poco más, tal como se lo explicita y se lo devela el tío Boris (miembro marginal de la tradición familiar debido a su condición de artista): “la familia y el arte te partirán en dos”. No resulta nada casual que el tema de la familia que se fractura y obliga a sobreponerse y a crear un orden nuevo sea una constante del cine de Spielberg (baste recordar Loca evasión, Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo, E.T., Indiana Jones y la última cruzada, entre otros films).
Para finalizar, merecen digna atención y reflexión dos escenas que aparecen en la última parte de la historia:
Las reflexiones de la película sobre el cine como instrumento con diferentes tipos de propósitos (entretenimiento/espectáculo, escape de la realidad, medio para encontrar verdades profundas en cosas que parecen superficiales) convergen aquí en una meditación sobre el poder del cinematógrafo como forma de glorificación de todas aquellas personas que en la vía real resultan impresentables pero que merced a la magia del celuloide resulta posible ensalzarlos como héroes. En una escena al interior de la institución educativa a la cual asiste podemos ver como Sam proyecta unas imágenes en una pantalla, frente a todos los alumnos y profesores, las cuales incluyen segmentos de particular focalización en la figura de un compañero de estudio despreciable, violento y agresivo para con su persona, las cuales fueron realizadas durante un día de playa en el que participaron los futuros egresados de la institución. La proyección de esas imágenes provoca, tanto en el protagonista como en su némesis, una suma de sensaciones que resultan imposibles de describir con palabras. Algunos cinéfilos, como el que les escribe, no podrán dejar de vincular y cotejar ese poder que tienen las imágenes con las filmaciones realizadas por una cineasta alemana del siglo XX llamada Leni Riefenstahl, gracias a las cuales recibió atención y critica a nivel mundial en su momento.
La otra escena se nos presenta a través de un cierre brillante y excepcional, en donde todas y cada una de las escenas-homenaje al cine confluyen en la mejor y más entrañable de todas, solidificando así el discurso fílmico en torno a las posibilidades de la ficción para narrar la realidad: el encuentro entre Sam y su admirado John Ford, leyenda de la naciente industria cinematográfica estadounidense y director de memorables westerns y films clásicos, interpretado aquí por otro cineasta destacado, cuyos films se pasean por el surrealismo, el onirismo y la posmodernidad: David Lynch. El encuentro, y las posteriores implicancias que se obtienen de él para su evolución como cineasta, va a consumar la aceptación por parte de Sam de una figura paternal simbólica que en la efigie del padre biológico no se termina de aceptar por completo (“No quieres hacer lo que dice tu padre”, en palabras del tío Boris) A la manera de epílogo (que no será otra cosa que el prólogo de la futura vida como cineasta de Steven Spielberg) el director nos agasaja con una escena que sensibilizará a todo amante del cine que se precie como tal. Independientemente de si tal encuentro existió exactamente como se lo describe, lo que sí se sabe, de boca del propio cineasta norteamericano, es que tal evento existió realmente y se convirtió en leyenda dentro del ámbito artístico hollywoodense, para luego a través de su cámara metamorfosearse en una fábula impresa en celuloide, con enseñanza o consejo moral incluido, tal como lo expresa el gran David Lynch personificando a John Ford: “Cuando el horizonte está en el fondo es interesante. Cuando el horizonte está arriba es interesante. Cuando el horizonte está en medio es aburrido y soso.”