El director Panah Panahi’s hace una obra maestra, que cuenta con el balance perfecto entre drama y comedia innovadora, que no cae en recetas funcionales ya probadas, pero que de igual manera complace al público que aplaude de pie su lanzamiento en el festival de Cine de San Francisco.
El realizador nos introduce a un mundo poco explorado, donde la carretera funciona como símbolo de un viaje emocional, las actuaciones catapultan a la cima a cada uno de quien performa los personajes, y un niño, sorprende como una estrella en ascenso que ilumina cada momento del film.
El sonido de un piano forte es lo primero que llega a nuestro sentido como espectadores y con una melancolía única se hace imagen. Las manos de un niño recorren un piano dibujado en la pierna enyesada de su afectado padre. Descansa sobre él como si no hubiese mundo alguno completamente ensimismado por ese sonido omnipotente que envuelve la apertura. Ese niño es el actor Rayan Sarlak, un hallazgo único, brillante a su corta edad, emociona en su actuación como comediante innato, narrador preciso y de una simpatía prodigia. Esa secuencia inaugural es delicada y astuta lo que se extrapola a lo que será el tono de este film, un regalo visual cargado de aciertos y sorpresas.

En una carretera una familia de cuatro integrantes hace una parada para descansar. Lo que vemos es un niño pequeño en la parte trasera con su padre (Hassan Madjooni), como copiloto su madre (Pantea Panahiha), a cargo del volante su hermano mayor (Amin Simiar) y en la parte trasera su perro moribundo que acompaña esta travesía a senderos desconocidos y que se sostiene en la incertidumbre e información dosificada de la narración a too momento, incitando a un espectador activo a la espera de dilucidar cada detalle de lo que podría ser. Esa incerteza es sostenida, pero se acompaña de una inmersión a una familia intensa, de dialogo punzante y humor manifiesto, sarcástica, conocedora de sus imperfecciones y amante de sus carencias que se transforman en su más preciado bien.
Si bien los parlamentos son profusos, los silencios tienen un lugar especial en el relato. Primerísimos primeros planos a la mirada del padre interpelando a la audiencia de forma directa a la cámara rompiendo la cuarta pared y provocando un ambiente de inmersión total a su tristeza y desesperanza. Una extensión de su corazón con tan solo una mirada, nostálgica, perdida, pero que dicotómicamente renace de entusiasmo tras frases cargadas de ironía y humor punzante en un “pinponeo” de veracidad brutal con su hijo menor. ¡Hilarante!. Ese equilibrio tan particular se ve en todo el film. Un humor diferente de una familia sencilla que se levanta resiliente en su amor hacia sus diferencias.
El realizador no solo logra construir una historia bien contada, la acompaña de una fotografía fenomenal que quita el aliento en planos abiertos y logra impulsar el entusiasmo del espectador en locaciones claustrofóbicas como un auto arrendado para un viaje familiar. El paisaje que acompaña el recorrido se vuelve símbolo de la extensión de los sentimientos de los personajes; luz y apertura en momentos de felicidad, niebla y frio en momentos desesperanza. Todo es sutil, todo es versátil y espontáneo, es la lucidez del cambio constante de la vida. La lágrima oprimida de una madre que sufre en silencio, la mirada impertérrita de un padre desencantado, el grito interno sostenido de un hijo mayor que no quiere serlo y la inocencia de un niño vivaz, ocurrente y deslenguado que hace que todo lo demás funcione como una puesta en escena que gira en torno a él. La carretera es el viaje de sus emociones. Pueblos van pasando como extensión de la ilógica y verborreica incertidumbre del destino, distintos colores y lugares por conocer, como si fuera un transitar por sus propios sentimientos escondidos.
Así también, la banda sonora se separa de sus personajes con vida propia única. No solo complementa sino que se mimetiza como parte del elenco, dejando al público en un unísono sentimiento de expectación adictiva. Destaca la secuencia que utiliza la música y el baile para disfrazar el dolor, un recurso fenomenal que quiebra todo tipo de estereotipos y provoca mayor impacto, sofoca, sorprende, funciona. Una postal de plano abierto que lo único que hace es ayudar al espectador a digerir toda la cadena de acontecimientos que acaban de presenciar. ¡Una maravilla!
De comienzo a fin es una película extremadamente bien lograda, potencia a cada uno de sus actores haciéndolos transitar en arcos de personajes que permite catapultarlos a la cima de la entrega performatica, invitándolos a recorrer un género mixturado que pasa de un polo a otro un torrente atemporal entre el drama y la comedia. La película convierte la sencillez de lo cotidiano en una delicatessen, una sutileza envuelta en una estética espectacular con una fotografía que emociona y absorbe, y la acompaña de una historia que convierte un viaje familiar en un caminar continuo de amor imperfecto pero verdadero.