El escritor Florian Zeller, esperó tres años a que Anthony Hopkins diera el sí para interpretar el papel de un hombre que poco a poco va perdiendo la memoria debido al Alzheimer. Era él, y nadie más que él, quien podía darle vida al personaje principal de la adaptación a la gran pantalla de la obra “Le Pére”, por eso la casualidad no es tal con el nombre del protagonista.
Anthony (Hopkins), es “El Padre”, un hombre octogenario acostumbrado a la independencia que permite a la audiencia inmiscuirse en la oscuridad y fragilidad más profunda de la pérdida de la memoria y la demencia asociada a su enfermedad. Brillante como siempre, enternece hasta el más frio con una actuación que derriba cualquier tipo de emoción contenida frente a tal vulnerabilidad.
Desorientado, Anthony, comienza a ser abatido lentamente por el Alzheimer, entre música clásica y una ventana como única certeza, pierde todo tipo de ubicación temporal y espacial dudando constantemente de su propia percepción. El espectador lo acompaña, agotado y disperso, en la confusión de cómo sus ojos ven la realidad.
Instintivamente rechaza todo tipo de ayuda, aferrándose a los últimos atisbos de su cordura, lucha internamente con su sensación de libertad que se ve alterada por cambios de escenas, lugares y personajes de manera inminente, todo puede serlo o no y cualquier tipo de preocupación por él, no es entendida como un apoyo sino como el más vil de los cuchillos que parte en mil pedazos su desgastado corazón.
Olivia Colman, es su hija Anne, su cuidadora. Su actuación desborda talento, en ella puedes ver el cansancio mixturado con frustración y dolor por ver que a quien conoció fuerte y la abrazó con seguridad, hoy, se apaga lentamente ante sus ojos, siendo testigo de su fragilidad que solo aumenta esa sensación de atemporalidad propia de la agonía en vida producto del sufrimiento mutuo. Sin una red de apoyo importante y tratando de buscar la mejor alternativa para su padre, sufre por la soledad, disimula el llanto como si no fuese merecedora de él, y está en constante contradicción ante decisiones que pueden destruir la vida de su padre y también la suya.
Cuando sale de casa, donde vive con su padre, cada llamada de teléfono recoge sus entrañas vaticinando lo peor, va desgastando sus relaciones sociales por ese amor incondicional que se aferra a lo imposible… volver a tener a quien algún día fue.
Mientras la confusión se vuelve una constancia durante todo el filme, paseando al espectador por este mundo incierto, paralizante y terrorífico que produce múltiples emociones que van desde una sonrisa atestada de amor compasivo al dolor petrificante propio de la desesperación de tener a un ser querido frente a ti que ya no es quien fue, comienzan a registrarse entre estos dos cómplices de la misma vivencia, Anthony y Anne (Colman), esas miradas que pareciesen querer atesorar, cual fotografía, esos momentos que en un futuro cercano ya no se tendrán, donde lo difuso se apodera del plano físico y también del emocional, donde ya no existen certezas y la incertidumbre se hace amiga del andar, donde la independencia a regañadientes se relega a un recuerdo de la vida que pareciese haber sido de alguien más, donde lamentablemente la sociedad deja de ver a la persona y solo queda la enfermedad.
El protagonista abre puertas a mundos paralelos, con personajes que se entrelazan en roles que pueden ser uno u otro sin ningún tipo de confirmación, enmarcados en una mente condenada a la memoria alienada de cordura y cualquier tipo de convicción. En esa relación de dependencia absoluta de su hija, los minutos que el personaje principal logra volver al presente se celebran como triunfos imborrables para quien queda en el plano terrenal, son efímeros, por eso son almacenados como tal.
Las actuaciones son magistrales, en casi dos horas de película, el director logró sacar lo mejor de Hopkins y Colman, que provocan respiros claustrofóbicos en escenas que sólo pueden ser vinculadas al dolor de la realidad, a algo que puede ser tan cercano como lejano, pero que resulta tan bien desarrollado que no puedes quedarte ajeno ante tal majestuosidad. Las locaciones no son muchas, lo que ayuda con la pérdida de entendimiento y que logra descolocar a la audiencia haciendo cuestionar gran parte de la película descontextualizando casi todo lo que puede ahí pasar. La banda sonora es una extensión del protagonista, lo acompaña con esa fuerza característica del género que pide escucharla a todo volumen para no perderte ningún detalle, tal como pasa con el personaje principal.
Es un relato punzante e intenso, difícil de digerir para el público en general, pero mucho más para quien lo vive y para quien lo acompaña, se funden decisiones que marcan vidas y que determinan una cicatriz inherente que no hay manera de evitar y que termina siendo apagada, lentamente, por la peor enfermedad de todas…la imbatible soledad.
La escena final no puede ser reproducida verbalmente porque nada sería capaz de transmitir esa sensación experiencial que debe quedar al albedrío de cada espectador, sólo se puede revelar previamente que puede aflorar múltiples sentimientos que terminan canalizándose a través de lágrimas que difícilmente intentan hacerle frente a tal interpretación que no puede haberse realizado mejor que por Sir Anthony Hopkins, un regalo visual y emocional, que tiene irónicamente un balance perfecto entre lo majestuoso y lo desgarrador.
“Siento como si estuviera perdiendo todas mis hojas, como si mis ramas se volaran con el viento” Anthony.