Un juicio, 151 días y la redención de una revolución cultural y política que marco la historia de un país.
Esta película dirigida y escrita por el talentoso Aaron Sorkin, guionista de “The Social Network”, aterrizó en Netflix, para llevarnos a Estados Unidos a fines de los sesenta. Sí, la década de la revolución de las flores, movimiento sociocultural que rompía los paradigmas adoptados por la sociedad estadounidense y que como parte de sus discusiones cuestionaba el rol del país en la guerra de Vietnam, de Woodstock y fotografías de Hippies poniendo flores en los fusiles de la policía que daban la vuelta al mundo como manifestación perfomativa de contracultura.
El director, en un sutil recorrido visual nos demuestra que esta lucha fue mucho más que eso. En los diálogos de un reparto que explota en talento, vemos como en el orden de la cotidianidad se daban las llamadas a filas para la guerra de Vietnam, se hacían un espacio impensado los discursos de Martin Luther King, conocemos las consecuencias de su muerte, rememoramos la muerte de Kennedy y entendemos el marco político que vio florecer grupos de activistas que comienzan a dirigir a la audiencia hacia lo que sería uno de los juicios históricos más emblemáticos de la época.
Corría el verano del 68’ en Chicago donde producto de la convención nacional demócrata un grupo de manifestantes decide reunirse para protestar en contra de la guerra de Vietnam. Antes del hecho, Sorkin nos introduce a la historia individual de quienes serán los protagonistas y cuáles son sus distintas motivaciones para participar en esta marcha. Así, a través de diálogos sublimes cargados de historia y lucha, conocemos al fundador de Las Panteras Negras: Bobby Seal (Yahya Abdul-Mateen II); a Rennie Davis ( Alex Sharp) y Tom Hayden, interpretado por el versátil y oscarizado Eddie Redmayne, los dos, activistas de la organización de estudiantes por una sociedad democrática; a David Dellinger, un notable John Carroll Lynch, representando al movimiento para el termino de la guerra en Vietnam; a Jerry Ruben interpretado sólidamente por Jeremy Strong, acompañado por quien se roba definitivamente la película con un papel y desarrollo de personaje magistral, Sacha Baron Cohen, que interpreta a Abby, en vez de balas, utiliza palabras como un bálsamo de ironía colmada de inteligencia y protesta, mezcla la comedia con el drama con una belleza tan particular que solo podría haberse gestado en manos del comediante, que como estandarte eleva frases como “nunca me habían juzgado por mis ideas” o “por suerte que este no es un juicio político” satirizando con la situación y creando alivio con su calma y fe ante la injusticia.
Los últimos, se convertirán en los 7 de Chicago, quienes son acusados, injustamente, de conspiración y de incitar a la violencia luego de que la manifestación terminara en brutales enfrentamientos con la policía. Diez años de cárcel en juego por pensar diferente, en lo que se convertiría en un mediático juicio político disfrazado de ejercicio ejemplificador contra activistas y los supuestos disturbios. Es en 1969 cuando comienza el juicio y la parte más importante de la trama. Aquí conocemos a Julius Hoffman, un incompetente, discriminador y senil juez interpretado por un asombroso Frank Langella, que logra llevar al espectador a minutos de frustración e impotencia profunda frente a su manipulación constante de la ley a favor de sus creencias e injusticia permanente en el caso, y que ante la negativa constante a los argumentos de la defensa hace gritar por parte de la audiencia y los acusados, como una ironía disfrazada de denuncia ante su indolencia y nula escucha, un potente y coreado “overrule” (no ha lugar). En particular, lo demuestra en como aborda descarnadamente su rol en la acusación a Seal (Abdul- Mateen) donde ordena, a vista de todos lo presentes, torturar al acusado a quien, entre otras irregularidades, le ha negado en diversas oportunidades su derecho a defensa y que por su color de piel es interpelado como culpable sin espacio para comprobar su inocencia.
Para la defensa de los 7, el director elige a Mark Rylance como el abogado Kunstler, quien desborda pasión y sed de justicia, que renace con más fuerza desde el dolor al verse enfrentado a un sistema viciado, manipulado a favor de las elites políticas y las instituciones, pero que no descansa y valerosamente se levanta una y otra vez ante la adversidad. Su contraparte es interpretada por Joseph Gordon-Levitt, quien a través de una notable actuación transmite la sensación de estar constantemente disociado y en permanente debate interno por su rol profesional y lo que en su cara está sucediendo en nombre de la ley.
Es una película de diálogos profusos, rodeada de simbolismos y detalles que permiten revivir esta historia real y no quedarse ajeno frente a un juicio histórico que reivindico los derechos civiles y que hizo realidad la utilización de estos activistas como chivos expiatorios ante la acusación de conspiración y vulneración de la seguridad nacional. Incluso desechando deliberadamente testimonios de actores clave del mismo gobierno a favor de los acusados como se ve representado en el fugaz pero emblemático personaje de Michael Keaton.
Interesante es el tratamiento de cómo el director presenta los silencios dentro de una película cargada de inconmensurables diálogos. Solo hay dos silencios sostenidos en la película y pueden quebrar a cualquiera. Son catalizadores de desesperanza, de corazones rotos ante tanta indolencia, de injusticia estructural validada por un sistema aversivo a la expresión diferente, a la cultura como motor de cambio, a la unidad como cómplice, a la opción de no levantarse como parte de la lucha, a palabras anuladas en su sonido como batalla contra la impunidad. Silencios que lo dicen todo.
Sorkin logra tensionar en su máxima expresión el ambiente, concatena personajes principales que son articuladores los unos sobre los otros, diferentes en su estilo pero que comparten la pasión por el desafío de una sociedad diferente, que abogan por el cambio y que están dispuestos a toda consecuencia en son de sus ideales. Es capaz de llevar a la audiencia por emociones explosivas, rabia sostenida, esa que corta el aliento y te deja sin movimiento, pero también, sacude la consciencia, transmite pasión y efervescencia, mixturando el drama de una realidad hasta el día hoy conocida y poco transformada -como es el actuar de las instituciones policiales y su rol en contra de la libertad de expresión de la ciudadanía- con una motivación desbordante de esperanza lúcida ante la injusticia.
A pesar de sus dos horas de duración y de monólogos cargados de ideología política que pudiesen parecer áridos y de difícil digestión, su belleza de guion y la perfección de sus actuaciones provocan una inmersión tan profunda en la historia que se entienden como parte del desarrollo de cada uno de los personajes, que en la alta complejidad los vemos pasar por su humanidad más intrínseca, esa que va desde el ímpetu de un escenario versando sobre su ideología política que como estandarte levanta sus ideas ante miles de personas, hasta su vulnerabilidad más frágil en la posibilidad de la privación de su libertad por el hecho de pensar diferente. Sorkin nos regala una oda a la resistencia.
“Todo el mundo está mirando”, Los 7 de Chicago