Se cumplen trece años del estreno de “Ratatouille” la maravillosa película de Pixar que narra la historia de Remy, una rata que soñaba con ser el chef más importante de París
Hace quince años arribaba a la gran pantalla una de las mejores películas de Pixar. Brad Bird fue el director encargado de darle vida a este proyecto que vio la luz un 29 de junio del 2007, recaudando en su haber más de 600 millones de dólares alrededor del mundo.
Si bien la premisa puede resultar algo simple -estando ya acostumbrados a las clásicas fábulas provenientes del universo fantástico de Disney- en este caso puntual y sin perder la esencia conceptual que lo caracteriza, el toque de Pixar (que ahonda en lo complejo y reflexivo) generó la simbiosis perfecta para transformar la pequeña historia de un ratón que quería cocinar, en un viaje no exento de valiosas enseñanzas acerca de los orígenes de la genialidad, el amor, las tradiciones y la amistad.
Ratatouille nos cuenta la historia de Remy, una rata que vive junto a su padre y su hermano en una colonia afincada en el altillo de una casa particular. Remy no se encuentra muy a gusto con las costumbres “típicas” de ser un animal carroñero, él tiene otro tipo de sensibilidad y apela a su muy desarrollado olfato para encontrar comida acorde a sus intereses culinarios. Las virtudes del mismo son utilizadas por su familia con el objetivo de localizar la mayor cantidad de alimentos posibles, pero él aspira a otro tipo de gustos y saberes, influenciado por la figura y enseñanzas de Auguste Gusteau (un chef de gran renombre) quien sostiene en su libro “que cualquiera puede cocinar”.
Un incidente lo separa de los suyos y Remy arriba al corazón de la gran ciudad parisina, llegando inclusive a la cocina del afamado restaurante Gusteau’s, de dudoso prestigio en la actualidad una vez fallecido su dueño y fundador, y por consecuencia de un artículo letal redactado por el mismísimo Anton Ego, el crítico culinario de mayor notoriedad en todo París.
Remy se topa con la figura de Alfredo Linguini, un humilde bachero que nada entiende de cocina y mientras lleva a cabo sus actividades de limpieza, accidentalmente arruina una sopa destinada a los comensales. El afilado olfato y sentido del gusto de este pequeño animal, le imposibilitan seguir de largo frente a semejante atropello y pone mucho de lo propio para poder crear un plato delicioso. Linguini atónito, observa el proceder de una rata que se mueve ágilmente para salvar los vestigios de una sopa en apariencia arruinada, que termina convirtiéndose en un verdadero éxito.
Esto da inicio a una de las amistades más bellas y bizarras de toda la filmografía de Pixar. Codificando un nuevo formato de lenguaje, Remy y Linguini dan paso a la gran hazaña de sus vidas: a medida que incrementa la fama y el talento de Linguini como “chef”, detrás de esta fachada contamos con la presencia de Remy como artífice del proceso culinario, quien cuidadosamente manipula el trabajo de su amigo y lo catapulta a una vida de placeres inusitados.
Pero Ratatouille no se limita a la simpleza narrativa de una amistad improbable, sino que más bien aborda otro tipo de cuestiones, que se cristalizan más puntillosamente en la crítica conmovedora de Anton Ego. Porque frente a la inescrupulosa imagen de un no creyente, aquel que en su afán vanidoso de presumir tener la última palabra, la sencillez de un plato que nominalmente apela a la naturaleza de su creador, logra retrotraerlo a su infancia y a los hermosos recuerdos de una vida cargada de inocencia y felicidad.
Ego-no forma parte de la casualidad la elección de semejante apellido-ve así destrozada toda su idiosincrasia como asimismo los prejuicios y mandatos que según él hacían “al buen cocinero”. La comida de Remy quebranta parte de esa noción prosaica que pondera todo lo elitista que confiere a la vida de un artista, dejando entrever que los orígenes del talento pueden ser disímiles e inesperados.
Suavizar parte del carácter de un alma retorcida engloba algo de todo lo metafórico que atraviesa esta película. Está claro que para aquellos que disfrutan de la comida y su manufactura, entenderán que el acto en sí mismo demanda infinidad de emociones que pueden trasladarnos a espacios recónditos de la vida. Parte de esta memoria selectiva puede aflorar frente a un simple bocado y-al igual que Ego- comprender que el amor reside en las cosas más triviales como un pedazo de comestible.
Como versa parte del texto con el que finaliza el largometraje, un artista puede emerger de los lugares más humildes o recónditos, donde la apuesta por los nuevos talentos resulta crucial dentro de esta ecuación. Detrás de cada individuo se esconden una infinidad de posibilidades potencialmente destinadas a la grandeza. La apuesta a futuro habita en la voluntad no sólo de sus participantes, sino también de aquellos que abrazan el verdadero sentido de ese intercambio, asumiendo como tal que así como “cualquiera puede cocinar”, en realidad cualquiera tiene la capacidad de transformar las pasiones en algo extraordinario.
Toda la belleza conceptual y estética que caracteriza a cada filme de Pixar, encuentra un sincretismo perfecto en tamaña obra como lo es Ratatouille. Las calles parisinas son retratadas con minucioso realismo, la presentación de los platos de la película parecieran incluso saborearse. Estamos frente a un deleite multisensorial, producto de un exhaustivo trabajo de campo por parte de sus animadores, quienes investigaron todo lo pertinente al mundo culinario para darle mayor veracidad al relato.
Y si hay algo que desborda esta película es precisamente la belleza de sus imágenes como la fortaleza de un guion excepcional. Pixar tiene la capacidad de construir películas que en la apariencia de lo naif, convocan al público adulto a replantearse cuestiones existenciales desde ciertos lugares de privilegios.
Anton Ego capitaliza todo lo referente a la soberbia de un hombre moderno que arrasa con todo a su paso. La impunidad de sus manejos-que pueden catapultar o denostar la práctica profesional de los otros-se agrieta frente a la imagen de lo menos obvio, frente a la simpleza de un alma pura, libre y apasionada. Aquella que asimismo tuvo su propio recorrido y nos acerca parte de esa lucha que supone ir en contra del mandato tradicional, asumiendo en simultáneo que somos en la medida de aquello que hacemos y nos define. Así es como Remy deja de ser una rata para transformarse en un artista reconocido, como también Ego abandona su pedestal para entregarse a lo novedoso y distinto.
Desde la más impertérrita ternura, Ratatouille envejece con mayor dignidad a través del paso del tiempo. Películas como ésta, resultan de visionado obligatorio no sólo para los cinéfilos sino también para aquellos amantes del arte culinario. Y rescatando parte de la esencia de tan valorado filme, en palabras del propio Anton Ego: “No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista sí puede provenir de cualquier lugar”.