El próximo jueves llega a las salas una de las cintas nominadas como Mejor Película Extranjera en los recientes Óscars. Salida de Francia, plantea un duro relato de la realidad social en los márgenes del país europeo, a través de los ojos de la policía y los niños del lugar
Con la final del Mundial como punto de partida, Los Miserables nos introduce en un duro y crudo relato social de Francia. A partir del clima de felicidad vivido en la región tras obtener el trofeo en 2018, las primeras imágenes muestran a un país unido, donde sin importar estatus o religión, todos colman las calles de la capital para celebrar. Por supuesto, no es más que un espejismo.
De inmediato, pasamos a conocer a uno de los protagonistas de la historia, Stéphane Ruiz (Damien Bonnard), un policía que se acaba de transferir a París para patrullar en uno de los sectores más marginales de la capital francesa, en los que algunos bandos se reparten el poder de la calle mientras negocian con la fuerza de la ley a través de sobornos. En el medio, aparecen varios adolescentes que intentan tener una vida normal, entre travesuras y juegos con amigos.
En sus casi dos horas de duración, Los Miserables se propone construir una foto de la realidad social del barrio bajo en el que las luchas de poder se transforman en unos abusando de otros. En este sentido, esto aplica no solo para los que viven en los barrios sino para los oficiales de la ley, que también sufren situaciones de hostigamiento en sus círculos internos. Es decir, todo se traduce en una cadena de gritos y abusos que van desde el pez más gordo hasta el más inocente de los chicos. De hecho, si bien la película parece querer plantearnos como antagonistas de la fuerza policial, hay momentos en los que conociendo la intimidad de sus representantes se puede llegar hasta a sentir cierta empatía.
La fuerza de la historia avanza en los pies de Chris (Alexis Manenti), un insoportable oficial que no para de maltratar a todos los vecinos solo para marcar que él es la Ley y no se la discute. “Nosotros nunca nos disculpamos”, llega a decir en algún momento del film. Y es esta afirmación la que después cobrará un nuevo sentido cuando las cosas se vayan de las manos.
Para completar la experiencia inmersiva, el director Ladj Ly recurre a varios planos con cámara en mano que terminan convirtiéndose en un punto de vista directo para el espectador. Así, la historia escala en intensidad y violencia, al punto de cerrar con una secuencia que deja a todos con un nudo en el estómago, con ciertas reminiscencias a Ciudad de Dios de Fernando Meirelles.
Imposible no sentir angustia al salir del cine, con una película que aunque habla de la realidad francesa, no deja de hablar de todas las regiones en las que hay una marcada diferencia entre clases sociales, subrayada por los abusos de poder. Un film con el que se puede reflexionar sobre la estigmatización y el origen de determinadas actitudes que muchas veces se le achacan a una clase social, a un determinado grupo social, por el simple hecho de vivir o vestirse de una forma. Es un ejercicio de concientización y empatía en un mundo que nos tiene cada vez más acostumbrados a mirar para el costado.