Retomando el espíritu de la saga, John Rambo trae la guerra a casa otra vez, olvidando entornos exóticos y caudillos de guerra extranjeros para revisitar el trauma, la oscuridad y la brutalidad del ser humano.
A esta altura es fácil burlarse de Stallone, por la (brillante) auto parodia que fue The Expendables o la caricatura de sí mismo en la que se ha convertido el actor con el paso de los años, reavivando franquicias que lo hicieron famoso de forma casi frenética, pero a través del lente correcto, Rambo: Last Blood es mucho más de lo que sugería el tráiler, una versión gritty e híper violenta de “Mi Pobre Angelito”.
Last Blood rescata las raíces de una serie que supo retratar de forma oscura y salvaje los demonios que Estados Unidos trajo de vuelta después de la derrota en Vietnam, con un ejército de hombres rotos que habían visto cara a cara los horrores de la guerra en un infierno húmedo y selvático, fracasando en reinsertarse en una sociedad que los alienaba y excluía. La saga Rambo, como Rocky, comenzó con una historia humana y bajada a tierra, al nivel del barro y el éxito las convirtió en abanderadas grandilocuentes del sueño americano y las bondades del capitalismo, de una nación que se erigía como campeona de las libertades y policía global, sin embargo el horror, el trauma y las miserias humanas siempre estuvieron presentes en los dos personajes más emblemáticos de Stallone.
La última entrega de Rambo rompe el esquema de enemigo exterior, de la batalla en territorio foráneo y trae la guerra de vuelta a casa. Si bien los antagonistas de la cinta son tratantes de blancas mexicanos, el verdadero enemigo de Rambo es su propia oscuridad, todavía latente después de volver a su hogar natal, de haber formulado una familia con una mujer mexicana y su nieta y de contribuir como rescatista voluntario para las fuerzas locales, la sed de conflicto sigue ahí. Y el conflicto estalla cuando la nieta adoptiva de Rambo es secuestrada y se inicia un calvario de brutalidad y miseria que hace resurgir el monstruo que trata de esconder bajo su nueva faceta como un ciudadano más.
Es interesante que el enemigo de la película sea un cartel mexicano que trata y esclaviza a sus propias mujeres, porque traza un paralelo con la industria militar norteamericana que usa y descarta jóvenes para perpetuar el negocio de la guerra. Tal vez, establecer que el verdadero enemigo de Rambo en su entrega final sea el capitalismo es un poco extremo, pero no dista mucho de la sensación final y es coherente con la estructura de la saga.
Rambo: Last Blood retrasa el conflicto en un vía crucis a través de un mundo de trata y muerte, con un protagonista que entre la vejez y la contención de una bestialidad interna y temida, finalmente explota y esta explosión sucede de forma abrumadora, con cuotas de gore al nivel de la cuarta entrega de la serie, más cerca del grindhouse que del cine bélico o de aventuras. Y el enfrentamiento final, el “Home Alone Gritty” que el tráiler mostraba de forma un tanto desencajada, funciona y actúa en armonía con el espíritu de la saga.
Stallone entrega un capítulo final que es digno de la obra original, con dosis de brutalidad muy altas, un mundo oscuro y desesperanzado donde la única moneda y ley es la violencia, con un actor que se esfuerza por alcanzar el dramatismo acorde a sus limitaciones, acompañado por actrices mucho más capaces como Paz Vega (Lucía y el Sexo) y Adriana Barraza (Babel) con un dúo de villanos entretenido y autóctono (Es decir: mexicanos haciendo de mexicanos y hablando en castellano la mayor parte del tiempo) y un Rambo digno de su génesis salvaje y febril, Last Blood es una Gran Torino à la Stallone, un relato que bebe más de las historias de cowboys venidos a menos y traficantes inhumanos del post western de Cormac McCarthy que del musculoso ejercito de un solo hombre que hizo famosa a la serie, con dibujitos animados y figuras de acción de por medio. Este es un Rambo digno de los tiempos que corren y un ocaso magistral para uno de los mejores personajes de Sly.