Una de las joyas cinematográficas de la década del 80.
Este largometraje multipremiado en el Festival de Cannes en 1984 (Palma de oro, premio de la prensa y del jurado) se ha convertido en una obra indispensable en la filmoteca de cualquier cinéfilo.
¿De qué va?
La historia comienza con un hombre misterioso vagando por el desierto, quien en una especie de mutismo agudo va en la búsqueda de un espacio que se proyecta a través de una foto. Esta imagen, en apariencia, resulta ser el desencadenante de un viaje itinerante, donde desconocemos la identidad de nuestro protagonista y el origen de ese silencio voluntario.
Cuando nuestro personaje se desploma en un boliche en el medio de la nada, un médico logra revisar sus pertenencias y descubre que su verdadero nombre es Travis Henderson (interpretado por el recientemente fallecido Harry Dean Stanton) y decide ponerse en contacto con su hermano Walt (Dean Stockwell), quien sin dudarlo emprende la urgente búsqueda hacia el anhelado reencuentro.
Una vez llegado a Texas, Walt descubre que su hermano ha escapado del lugar donde estaba internado y lo encuentra nuevamente vagando a lo largo del vasto desierto. Observa que no solamente se empeña en no hablar, sino que además, pareciera sufrir de una amnesia producto de algún tipo de efecto post traumático. ¿Cuál es el “accidente” que sufrió Travis que lo hizo desaparecer durante cuatro largos años? ¿Qué será aquello que calla y soporta con férrea decisión? ¿Se trata acaso de un retiro voluntario?
Walt está empeñado en que Travis recupere parte del tiempo perdido y pueda reinsertarse a través de un proceso civilizador: por eso decide llevarlo a su hogar en Los Ángeles, donde lo espera Hunter (Hunter Carson), el hijo que abandonó tiempo atrás. Allí es recibido con afecto por su cuñada (Aurore Clément) pero con un poco más de reticencia de parte de Hunter, cuya claridad discursiva y sagacidad, lo han convertido en un niño con reflexiones cercanas a la adultez.
Este encuentro, efectúa un cambio abrupto en la configuración de la película, mutando de ser una road movie a un drama familiar con un formidable y complejo entramado emocional. En este devenir donde Travis intenta- en un principio infructuosamente- acercase a Hunter, también logra recuperar parte de sus recuerdos y rasgos propios de “humanidad”. Este sujeto que en principio no habla, ni empatiza, y que pareciera no tener grandes preocupaciones, de golpe pretende presurosamente reconquistar la relación con su hijo, quien con una marcada intuición e inteligencia presta lugar a ese maravilloso reencuentro.
Una de las escenas más memorables es aquella en que padre e hijo caminan por sendas distintas durante la vuelta a casa, donde a través de gestos y actitudes cómplices logran entablar una mirada amorosa y ajena a todo prejuicio; descolocando asimismo todo supuesto de estructura familiar tipo, siendo movilizados por el afecto y la fascinación que sienten el uno hacia el otro-aquello que pareciera ser un factor inalterable a pesar del tiempo y la distancia-.
La complicidad también trae como consecuencia el exabrupto de huir en busca de la madre ausente, Jane, el eslabón perdido dentro de esta familia desmembrada, cuya presencia se forja necesaria y poderosa a medida que avanza la trama.
Jane (representada por la fascinante Nastassja Kinski) huye hacia Houston, para terminar trabajando en un club de striptease. Allí es donde podemos ver la culminación de una historia desgarradora de amor a través de la escena del Peep Show, aquella en que de manera sutil y descarnada, nuestros protagonistas se encuentran cara a cara a través de un espejo translúcido.
La segmentación de este espacio donde ellos no pueden tocarse no es producto del azar, resulta ser un recurso simbólico que suscita precisamente la inaccesibilidad de ese encuentro. Travis no puede perdonarse a sí mismo, no logra entender cómo pudo ser capaz de destruir a su familia y de haber defraudado al ser que tanto amó.
Los celos, las pasiones desatadas, la violencia, el desencuentro, los intereses y las aspiraciones de cada personaje, son los desencadenantes de una relación tormentosa que dejó secuelas irreversibles en cada uno de ellos. Por eso necesitan de la huida y el desarraigo, porque la verdad resulta demasiado dolorosa e insostenible como para transitarla con relativa levedad.
La relación entre Travis y Jane envuelve todo lo paradójico del amor y funciona como alegoría del mismo. Al principio cuando él describe los “tiempos felices” y el posterior y dramático desenlace, pareciera invitarnos a reflexionar acerca de las relaciones y el desgaste que conllevan a través del paso del tiempo; asimismo cómo ese devenir percude y acentúa la diferencia de caracteres y proyectos.
Imposible no sentirse medianamente identificado con las inseguridades propias de cada personaje, ya que resultan tan despojados y cercanos en los sentimientos que los atraviesan, que la pantalla que divide la ficción de lo real resulta ser una condición inexistente para el espectador.
La opacidad de la imagen que se proyecta frente a nosotros como voyeristas de una intimidad mediatizada a través de ese vidrio/espejo, no hace más que acentuar el dramatismo de ese sacrificio que lleva a cabo nuestro protagonista. Travis se ve impulsado a poner en palabras aquello que siente y otorgarle un contexto o una explicación racional a las decisiones que tomó a lo largo de su historia.
Él sabe que el daño resulta irremediable, desconfía de su propia naturaleza y del poder corrosivo de la misma. Por eso no puede mirar a Jane a los ojos, todavía está enamorado, pero requiere dar un paso al costado para que ella y su hijo logren reencontrarse y rescatar los restos de una familia fragmentada.
La nostalgia sempiterna que emana y fluye continuamente a lo largo de esta película, se dispone como una especie de sentimiento opresor. Aquel sentimiento angustiante de vacuidad y falta de pertenencia que conduce a Travis a buscar parte de ese “sueño americano” representado en el terreno ubicado en Paris, Texas; espacio que actúa como motor vital que lo alienta a revisar sus orígenes (su padre le cuenta que allí mismo fue concebido) y parte de sus proyectos pasados (la concreción de la vida familiar junto a Jane y Hunter).
Los silencios son concebidos como necesarios. Cuando Travis finalmente logre hablar será para registrar su agrio legado, tanto en la cinta que le graba a su hijo, como en su enfrentamiento con Jane. Su falta de diálogo no lo condiciona como un hombre menos padeciente o desinteresado de su entorno.
Lo único que refuerza este recurso magníficamente logrado es precisamente el hecho de que estamos ante la presencia de un hombre roto. Los vestigios que quedan de su humanidad no pueden salvarlo; pero al menos puede intentar, como acto final redentor, encauzar la relación perdida entre Jane y Hunter y liberarlos de los avatares inherentes a su personalidad.
La historia de desamor que conlleva a la más absoluta miseria de sus personajes convierte a Travis en un hombre errante, él no pertenece a nadie ni a ningún lugar, se refugia en el anonimato, a través del silencio lleva impregnadas las secuelas de su frustración, de ese sueño roto de formar una familia “ideal” en una tierra desconocida e inabarcable. Es alguien que va en búsqueda del imposible, del tiempo que no vuelve ni perdona. Cuando logra aceptar su destino, resuelve dar un paso al costado y permitir que con su ausencia, los seres amados logren la concreción de la felicidad arrebatada.
En Paris, Texas todas las imágenes parecieran actuar como mediadoras y anclajes de una verdad inminente pero al mismo tiempo inalcanzable. Las únicas imágenes de familia que tenemos de nuestra triada de personajes las vemos materializadas a través de una foto o de una serie de vídeos caseros. La idea de “hogar” está plasmada en la foto del terreno que compra Travis al cual se dirige al principio de la película. La imagen de “padre” es tomada de una revista. Todo pareciera configurarse como parte de una mirada decadentista del “sueño americano”.
Wim Wenders dirige este largometraje que significó su catapulta a la fama como reconocido director de películas de culto. Sam Shepard (dramaturgo y actor) escribe el guión de la misma. Gracias a esta simbiosis maravillosa ambos artistas nos han dotado de una de las películas más sublimes y descarnadas de la historia del cine.
El viaje de Travis de alguna manera termina por pertenecernos, involucrarnos y hacernos sentir que esa exoneración es algo que en algún momento todos atravesamos. No siempre se logra en el arte una narrativa magistral acerca de un acto humano tan sublime que excede toda lógica.
La fotografía de Robby Müller colabora en la construcción de una estética que denota la melancolía infinita de sus personajes. El uso de una paleta que oscila entre colores fríos y cálidos y el aprovechamiento de la luz tanto natural como artificial, no hacen más que reforzar la sensibilidad de las escenas. Un buen ejemplo de ello es la aparición en persona de Jane (abandona el carácter virtual de la foto o video) que surge de aquel tugurio como un ser casi mitológico, una deidad, portadora de cierto aire bucólico que no hacen más que enfatizar su belleza y juventud. La elección incluso de su vestimenta, con ese rosa estridente del pullover que la separa de su desnudez, funciona como recurso efectivo a la hora de transmitir este tipo de mensajes.
Como contraposición lo tenemos a Travis, devastado por sus emociones y remilgado en la oscuridad de esa cabina que actúa como confesionario. Todo lo que a él lo rodea es oscuridad, los colores empleados refuerzan su amargura existencial.
El perdón, la búsqueda de la paz emocional y el sacrificio son estadios que todo individuo atraviesa en el sinuoso devenir de la vida. Travis es un ejemplo del hombre vencido, pero en cuyo acto de amor y salvación final, nos revela la contracara de la miseria y la desdicha de la condición humana. El amor es el sentimiento redentor por excelencia.
París, Texas es sin dudas una película imprescindible para todos los amantes del séptimo arte.
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