“2001: Odisea Espacial” podría ser la película más ambiciosa en lo que va de la historia del cine, también es el filme que mejor ejecuta sus intenciones de construir un discurso complejo; donde la mayoría de ejemplos esnobs fracasan, Odisea Espacial se distingue por su magistralidad. Podríamos atribuirle su éxito al lente de su director, Stanley Kubrick; a la visión profética del guion, escrito por Arthur C. Clarke; al trabajo impecable en sus escenarios, efectos y un riguroso apego a los límites científicos; sin embargo, Odisea Espacial no es un referente cultural porque alguna vez haya sido posible estudiarla superficialmente. Tiene un efecto inconsciente en el espectador, sus largos planos sin dialogo son un poema de virtudes psíquicas.
Misteriosamente, Odisea espacial es muestra de la simbiosis perfecta entre los anhelos estéticos de un artista, un discurso ontológico y el cine. Todas sus partes forman una maquina bien calibrada o un ballet sabiamente ordenado. No parece obra del hombre, pero es que quizás no lo sea, es fruto de una idealización de Kubrick sobre el pasado, presente y el porvenir. Nos hace pensar que tal vez la mente de Stanley Kubrick haya sido obsequio de una civilización lejana, apartada de nosotros por los eones del tiempo, tan lejana como una estrella de nuestro planeta.
Es justo decir que Odisea Espacial nos ayudó a creer en nuestras capacidades, en que podíamos alcanzar los astros. Es el juego más experto en el uso de significados. En un universo carente de viajes espaciales, inteligencias artificiales y una visión solida de la ciencia ficción, apareció la película de Clarke y Kubrick. Donde se adentraba el vació hasta una eternidad indiferente, un director y un escritor de fantasía abrieron la ventana para que alcanzáramos a ver las estrellas, “Hacia allá debemos dirigirnos”, nos indicaron.
Tengo un viejo tomo de Odisea Espacial, de la novela escrita por Arthur C. Clarke, fue impreso por ediciones Orbis en 1985. Tiene las hojas amarillas, milagrosamente unidas por un encuadernado que amenaza con despegarse; la portada decolorada, manchada de las esquinas, víctima de la humedad y del tiempo; sin embargo, en ella aún se presume un arte conceptual de la película, donde una nave sale disparada de un satélite que orbita la tierra, la que se distingue de fondo. Clarke estaba muy relacionado al concepto científico de los cuerpos artificiales en el espacio.
Teniendo 27 años, Clarke trabajó en Cornwall, Inglaterra, operando los radares de la Real Fuerza Aérea, un alto secreto en vísperas de la segunda guerra mundial. El sistema, conocido como Mark 1, hacía posible que los pilotos aterrizasen sin impedimentos en plena oscuridad. Con un interés inherente en temas científicos, Clarke se percató de las capacidades de la tecnología que manipulaba, así pues, se preguntó si podía usar los radares para comunicarse a largas distancias, para ello se dio que cuenta de un componente faltante en la ecuación: la presencia de un punto fijo en el espacio que pudiera ser utilizado para reflejar o retransmitir una señal de radio de alta frecuencia. En palabras simples, un cuerpo que devolviese a la tierra la señal que enviara Clarke; inicialmente supuso que le podría ser útil la luna, así que experimento transmitiendo ondas a ella, esperando el eco tres segundos después. Sin embargo la luna se encontraba demasiado lejos, por lo que edificó un postulado que fue publicada en el artículo “Extra terrestrial relays”, dentro de la revista Wireless World, durante el año de 1945. Clarke creía que se podía crear una red de satélites artificiales orbitando la tierra, pensó en la logística de la operación, en el lanzamiento de los dispositivos y la ruta que debían seguir. Con su imaginación, Arthur C. Clarke se abalanzó contra el futuro. No solo profetizó la evolución de las telecomunicaciones, idealizó una forma en que fuera posible llevarlo a cabo.
Igual que su idea de un satélite producido por el hombre, en la historia de Odisea Espacial hay un artefacto capaz de emitir una señal a latitudes enormes, a través de la masa cósmica del espacio. La capacidad creativa de Clarke sigue desafiando lo conocido por el hombre, pues la ruta es más extensa que los 36,000km que separan a un satélite de telecomunicaciones de la tierra. En la novela, el traslado de la onda viaja hasta Jápeto, una de las lunas de Saturno, a 1.5 mil millones de kilómetros de distancia. Para la película, los técnicos de los 60´s estaban imposibilitados para crear los anillos de Saturno en pantalla, por lo que la historia se desarrolla en otro coloso, Júpiter.
En cualquier caso, la trama sigue el proceso de los hechos alrededor de un monolito que aparece en la tierra al momento de la época de las cavernas, en plenitud del ser primitivo que antecede a la civilización y que reaparece en 1999, solo que enterrado en la luna. La placa rectangular, descrita con un 1/4 de su largo y 1/9 de su altura, tiene su origen en el cuento “El Centinela”, publicado en 1951 por el propio Clarke. En el relato, un viajero espacial halla un objeto piramidal envuelto en un campo de fuerza en uno de los cráteres lunares. En esta parte es obvia la alegoría del texto a las antiguas civilizaciones, incluso el astronauta considera sí pudieron los egipcios ser responsables de la pieza; al hacer una mella en el campo energético de la pirámide, esta deja de enviar las señales, que habían sido ininterrumpidas por eones de años, hacía un punto perdido en el vacío. Entonces los exploradores comprenden la naturaleza de su descubrimiento: “Quizás ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes”, evidencia Clarke.
La pirámide y el monolito cumplen, prácticamente, la misma función: avisar a alguien si hay vida inteligente en la tierra. Pero ¿para qué? El protagonista de “El Centinela” teme a la consecuencia de su curiosidad: “Ahora ya no puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de esas nebulosas estelares están acudiendo los emisarios. Si me permiten hacer una comparación bastante vulgar, hemos tirado del aparato de alarma, y ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar”.
Entonces, en el filme, Kubrick y Clarke nos proponen una teoría de, por lo menos, el origen del intelecto en la tierra: sugieren una raíz extraterrestre. El monolito estaba en primera instancia en el planeta porque debía ayudar al simio a convertirse en hombre, funcionó como amplificador de sus capacidades físicas a través de la evolución de su mente. No fueron el fuego o los huesos de fieras empuñados como mazos las primeras armas del ser homínido, sino su capacidad de ingenio lo que lo llevo de las cuevas a construir gigantescas, y reales, pirámides. Odisea Espacial se aventura a conjeturar si entre un paso y otro recibimos ayuda.
La placa que los investigadores desentierran en la superficie de la luna en 1999 -dentro de la película- es un indicio del siguiente paso en el progreso de la instrucción humana. El hombre de las cavernas, el hombre moderno y el hombre cósmico configuran el espectro completo del desarrollo de nuestra especie. Cuando alcanzamos el espacio y fuimos capaces de develar la pista que nuestros ancestros dejaron para nosotros, supieron que estábamos preparados para cumplir con el esquema evolutivo. Ante una rasgadura en lo conocido, los humanos deciden viajar hacia donde el monolito hace llegar su señal, una pequeña luna entre las tinieblas del espacio para así hacer frente a su destino y sobre todo, saciar su hambre de búsqueda. Lo que es muestra de la esencia del ser pensante, su ensanchada curiosidad. De la que, por supuesto, estaba consiente Kubrick.
Leonardo da Vinci hizo de uno de los muros del convento de Santa Maria delle Grazie, en Milan, una obra de arte. Con una mirada significativamente brillante, Kubrick fue entre los estudios de Hollywood para concretar la visión de un filme con pocos antecedentes. El mural de Leonardo fue hecho al temple, yace aún hoy donde iniciaron los trabajos del pintor en 1495; con los años, Luis XVII de Francia pensó en robarla, igual que Napoleón. La mano del artista era puntual, monstruosamente perfecta y no exhibe un atisbo de improvisación. Las figuras están dispuestas para guardar un absoluto balance: lo bueno y lo malo, la riqueza y la humildad, ancianos y jóvenes, lo fuerte y lo débil. Todos los elementos configuran una composición que carece del arrebato artístico, así pues es magnífica porque no se observa nada fuera de su lugar. Toda la escena esta sobre una estructura simétrica. El arte debe ser razonado, el ímpetu lo inspira, pero el aplomo y la inteligencia lo vuelven realizable. No hay mayor salto que el que está entre los sueños y lo tangible. Leonardo soñó con “La ultima cena”, Kubrick soñó con “Odisea espacial”.
La película no se pintó, pero su director también era un obsesivo de la imagen. No hay un plano dentro de la cinta en el que no se pueda subrayar su belleza. Un excelente guion antecede a un gran filme, la preproducción y el elenco le deben su entrega al proyecto, todo beneficia a su éxito. Pero el cine es imagen, diríamos que se trata del heredero de la fotografía. Una escena puede estar bien escrita y ser filmada pésimamente, en cambio el acto más simple puede ser hermoso ante el lente. Nos captura lo que vemos en la pantalla. Kubrick entendió, como pocos directores, la naturaleza del cine. Si bien, en su construcción hay elementos sonoros, en ellos no recae el discurso de una película, las que hay que entender a través de una armonía de imágenes. La palabra y la música están agregadas a la ecuación, pero su razón de existir es audiovisual, lo sabía Stanley e intento decirlo. Sus películas son idílicas, manifiesto de su forma de concebir las capacidades de la cámara, son visualmente expresivas y extensas en sus denotaciones filosóficas, que llegan al espectador a través de lo que ve.
Un hombre dentro de un traje espacial de tonalidades naranjas, caminando sobre un pasillo tubular, de luces alrededor, detalles metálicos, rejillas y paneles blancos, en una toma, de nuevo, simétrica; una nave, que en la realidad es una maqueta de apenas un metro, aparece en la pantalla como un objeto de grandes proporciones que avanza a través del espacio, mientras nos deja apreciar los detalles de su ensamblaje, los cientos de hendiduras dispersas a través de su coraza, hasta un conjunto de colosales cohetes, que descansan entre que el vehículo viaja a la deriva; el ojo artificial del navío, omnipresente, los tablones negros de los que emana la luz rojiza del sistema que un navegante intenta apagar; una habitación con ornamentación en los muros, decorados fastuosos, nichos en los que reposan estatuillas de mármol y un anciano sentado a la mesa, quien es contemplado por el viajero cuyos ojos ven a través del espejo del tiempo; un caballero agonizante advirtiendo que renace, solo que mucho menos débil, más listo y capaz; un viejo a punto de recibir la unción de un antiguo monolito; el niño que flota alrededor del mundo y observa, la máxima expresión de la capacidad humana, mortal y dios en uno, el nuevo ser, el niño de las estrellas.
Cualquier descripción de Odisea Espacial carece de sustancia, es imprecisa, como pretender contar “La virgen de las rocas” o “La anunciación”; debe ser vista y así, la mente podría interpretar en sus propios términos, la imagen. Pareciera que Odisea Espacial esta dibujada, escena por escena, delineada a partir de las intenciones de sus creadores. Una profunda obsesión por el encuadre llevo a Kubrick a perfeccionar sus capacidades fílmicas, hasta un punto que raya en lo patológico. La visión del director no admite nada debajo de lo impecable, revela su dominio sobre la atmosfera; ni la luz, los objetos o su posición están fuera de lo que quiso Stanley. Su propensión por los planos frontales de proyección cónica, donde las líneas rectas de la escena corren hacia un punto situado en el infinito, fueron bosquejados por un intelecto destacado. Un hombre que bien hubiera podido ser matemático, astrofísico o ingeniero espacial. Con un coeficiente intelectual de 200, le hubiese bastado para desempeñar labores a favor de la ciencia, sin embargo quería hacer cine, descubrir lo desconocido a través de la cámara.
Odisea no nos ofrece respuestas absolutas, sin embargo se conduce sobre un alegato muy sólido. Aún sus partes que podrían pasar por inconexas, forman un relato que va desde el ocaso, hasta el amanecer del hombre. Kubrick se esforzó en crear un retrato de la evolución, una narración del trayecto por la eternidad misma, sobre cómo el intelecto separo al primate de los primeros seres humanos, sobre la razón que le dio oportunidad a esas criaturas de erigir civilizaciones, sobre cómo completarán la escala del progreso al alcanzar el cosmos. El potencial esta condensado en su inventiva, su espíritu e inteligencia. Kubrick entrega su fe a la ciencia, es un devoto del espíritu, pero contradice el arrebato profano, carente de razón.
La gran obra de Kubrick lo condujo hacía la inmortalidad, donde hizo énfasis en lo visual para tejer su narración, que no tropieza en explicaciones para el espectador, donde lo invita a aventurar conclusiones propias, rica en conceptos. La película no disminuye al público, lo reta a contemplarla, a abordar su estudio, a cuestionar las premisas. Hizo un manifiesto del arte, de lo que debía ser el cine, de las capacidades cognitivas del individuo y el hambre del espíritu por llegar, a la luna, a las estrellas, al sol, al vació profundo de la existencia y observarnos “a través del espejo del tiempo”.
******* Spoilers *******
Hay quien habla de Odisea Espacial como un filme nietzscheano, una cualidad que está más presente en el libro que en la película. Nietzsche dijo: “Dios ha muerto”, pero era una metáfora, expresa que no solo la idea del Dios –y los valores cristianos- que muere, sino el ser humano que lo mató con el propósito de llegar a un mayor entendimiento del mundo. En el argumento de la película y el libro, la raza llega hasta el lugar de la señal que envía el monolito, viajan hasta encontrarse con sus vetustos guías. Allí, el astronauta de la misión sucumbe y de su muerte aparece el último eslabón evolutivo: “el niño de las estrellas”. De alguna forma, el hombre se vuelve hacía la más perfecta visión de sí y el desarrollo que empezó con la llegada del monolito durante la época de las cavernas, queda completa. El final de la película de Kubrick llega cuando el niño recién engendrado mira la tierra, absorto ante su planeta de origen.
La novela de Clarke incluye otro evento, el niño hace explotar el armamento nuclear, extingue su especie y convierte al mundo en terreno fértil para el futuro. “Dios ha muerto” y toda su creación, en las últimas páginas. Kubrick, en su extensa misantropía, decidió no incorporar el final de Arthur. Quizás porque lo encontró incoherente, o porque se le antojo lejano a su concepción. Pienso que halló belleza en el espíritu, que no lo agrego porque presintió que si el humano hallaba la entereza para alcanzar sus aptitudes latentes, debía hacerlo con miedo, inseguridad e incluso, errores. En la imperfección encontró la madurez, Kubrick sabía que errar podía conducir a la grandeza, su vanidad le dejó saber que se podía creer en el futuro, eso es su película, una llamada a que también tengamos esperanza en la posteridad.
¿Quién podría decirnos que es una obra de arte? ¿Quién querría hacerlo?