Lola, nominada al Premio César a la Mejor Película Extranjera, es una emotiva piezadramática de exuberante tratamiento plástico-visual y punzante mirada crítica desde lo narrativo.
Hay que aseverar que Lola no propone nuevas revisiones o relecturas a propósito de su temática central (la visión estigmatizante desde lo intrafamiliar frente a la autopercepción e identificación de género); pero logra una singular confluencia entre estos aspectos y su despliegue formal. Vigorosos rojos, verdes, cianes y magentas estallan ante nuestros ojos mientras Lola se encarga de recriminarle a su padre con justicia emocional -matizada con algo de ira- su falta de comprensión durante los últimos años de vida de su madre.
La sinopsis y los contrastes del film
“Justo cuando Lola, de 18 años y transgénero, se entera de que por fin puede operarse, su madre, que es su único sostén económico, fallece. Cumpliendo los últimos deseos de su madre, Lola y su padre, quienes están permanentemente en conflicto y no se ven desde hace dos años, emprenden un viaje hasta la costa belga. Se dan cuenta de que el resultado del viaje puede no ser el que ambos esperaban”, marca la sinopsis.
Los fervientes contrastes lumínicos que enfatiza el diseño de fotografía de esta película sobrevuelan todo el relato y tienen -mucho- que ver con el conflicto interno que inquieta constantemente a su protagonista: la imposibilidad de la comunicación con un vínculo cercano. De eso se trata acaso el acto de exponer un relato en términos dramáticos audiovisuales: acentuar con elementos estrictamente cinematográficos (lo visible y lo audible) un drama interno común y semejante para todos/as.
Los aspectos que remarca Lola
La insistencia en estos aspectos tiene un porqué: no es lo más habitual iluminar y configurar a este tipo de películas -que tratan este tipo de problemáticas- con apabullantes luces y colores; que terminan consagrando una atmósfera visual más festiva que cruda y turbulenta. Sin embargo, la trama no se complace: los conflictos, discusiones y declaraciones dolientes y rencorosas se acumulan hasta casi estallar en un desenlace arbitrario; a veces, un tanto exagerado pero presumible desde la metáfora (algo se tenía que incendiar y prender fuego, en algún momento…). La energía vivaz que salpican los colores extasiados que tiñen todo el film van mixturando esos vaivenes emocionales entre padre-hija, cuya síntesis es la desesperanzada imposibilidad de la comunicación (o de la comprensión).
La contradicción formal, por naturaleza cinematográfica, triunfa: el despertar floreciente de esa iluminación no vence al dolor. Y ahí recae acaso lo más significativo de una película que, afortunadamente, no nos deja del todo tranquilos/as. En otros términos: el mundo externo puede llegar a ser visualmente maravilloso y desafiante en su inherente riesgo, pero la invitación es siempre a auto-cuestionarnos y mirarnos hacia adentro, para seguir revisando estigmas y paradigmas morales dominantes.
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