El año 1994, en parajes prístinos de Alberta, Canadá, que simulaban Montana, el director Edward Zwick, unía a un elenco de actores que homenajeaba la concreción del talento, encabezado por Anthony Hopkins y liderados, espiritual y pasionalmente, por el personaje de Brad Pitt, Tristan.
Basado en la novela de Jim Harrison, Legends of the Fall nos transporta a la naturaleza profunda marcada no solamente por el ambiente en que se desarrolla sino por esa sintonía que presentaba de una de las historias de amor que trascendía lo humano y parecía ser guiada por el instinto del destino ancestral.
*Este análisis contiene spoilers.
Desde la primera escena de esta película la banda sonora y estos paisajes omnipotentes son un augurio de los vaivenes de la emocionalidad cautivante que la dirige de principio a fin.
Hopkins, es William Ludlow, un coronel abandonado por su esposa, que crió a sus tres hijos en compañía de indoamericanos que mediante su amistad se han convertido en parte de su familia y que por el trato discriminatorio que el ejército ejerció frente a este pueblo indígena, el protagonista, había tomado la decisión de dimitir e irse fuera de la ciudad a los pies de las montañas rocosas donde emplazó su rancho y comenzó su familia en conjunto con ellos. Brad Pitt, es Tristan, un perfecto equilibrio entre la naturaleza animal y humana indómita, cazador, alma rebelde y con una sensibilidad marcada por la visión de mundo de “One Stab” amigo, nativo americano, que se convierte en su máxima influencia. Su hermano mayor, Alfred (Aidan Quinn) contenido y observador, solo deja fluir su parte lúdica con los juegos familiares propios de la dinámica de los tres, y Samuel (Henry Thomas), el ideologizado más pequeño, es quien introduce a sus vidas a Susannah, una impactante Julia Ormond, que se convierte en el común denominador del amor familiar, impactando a cada uno con su belleza y determinada personalidad.
La conexión de esta familia con la naturaleza es evidente, su ritmo es pausado y su contacto con el exterior pareciera no encontrar necesidad vital. El rancho los provee de todo lo que necesitan para la subsistencia y el amor fraternal es un tejido social indivisible que no requiere ajenos para el éxito de una vida tranquila y aceptada como tal. Pero tal como los ciclos de la naturaleza, todo cambia, y como cada estación del año, existen dos hitos que podrían ser vinculados al verano y al invierno como polos inherentemente contradictorios. El primero es la llegada de Susannah como prometida del menor de los hermanos, Samuel. Arribo que deja impactados a cada uno de quienes conforman la familia; y la segunda, es como la oscuridad que trae el frío invierno y la decisión de este personaje de ir a la primera guerra mundial, dejar a su padre y a su mujer, y convencer a sus hermanos a embarcarse en esta misma aventura. Desde ahí, nada es permanente, todo fluye como el agua, a ratos propulsada por olas producto de su gran torrente emocional y otras, calma por la poca intensidad de su cauce, pero nunca estática, siempre en movimiento, siempre con una variable que la hace cambiar.
La audiencia es invitada a rendirse ante diversas emociones que comienzan a atravesar a esta familia y a cada uno de los personajes que a ella la componen. Celos, desesperanza, amor profundo y transformativo a ratos, terminan atrapando al espectador embriagándolo entre el drama y el romance que forman parte del corazón de esta historia. A su vez, el realizador, deleita con un recurso narrativo que pronuncia la voz en off de los personajes principales a través de cartas funcionales a la catarsis individual no liberada y que permite conocer sus dolores más profundos, esos que no son capaces de verbalizar directamente porque podrían dejar heridas difíciles de subsanar, esas que son tan insondables que prefieres evitar de verlas en los ojos del otro mientras son emitidas. Es un juego de precario equilibrio que lleva el drama a otro nivel cambiando la trama de manera intempestiva, como si de ello dependiese el éxito de su desenlace. No deja espacio para la pérdida de la atención, es rápida a pesar de sus dos horas de metraje, y su dinamismo es tal que no permite relajo. Se disfruta, pero tiene su costo y es que escarba en las capas más recónditas de la emocionalidad, regala lágrimas y sonrisas de esperanza, pero tiene la capacidad de no cansar gracias a esa apertura paisajística que tiene el don de regalar respiros profusos y llenos de vitalidad brindando un shot de energía sensorial para quien la disfruta.
El director, logra mixturar situaciones impensadas pero camufladas en una belleza fotográfica y visual que parecieran aliviarlas, y que erigen al romance ante todo como si estuviera obtusamente determinado a hacer superar el dolor a toda costa, y que si bien provoca tormentas emocionales cíclicas, haciendo una directa alusión a la cosmovisión Indoamericana que se funde en el relato como una extensión de sus personajes, incita a la comprensión de la audiencia de la existencia de una relación simbiótica entre el ser humano y la naturaleza que prescinde de control, que corta el aliento con suspenso sostenido en la cotidianidad sin certeza alguna, que derrumba corazones esperanzados de perpetuidad no alcanzada y que provoca sollozos escondidos por la pérdida vital de personajes entrañables. Es una crónica de eventos desafortunados que se ensamblan en un relato que posee lo mismo de magistral que de afectivamente disruptivo. Un regalo de sutileza entre tanta dura realidad, pero más allá de una sinopsis que poco podría anticipar todo lo que en ella ocurre, atrae a presenciar una historia atemporal de amor profundo y verdadero.
Esta película que es parte del catálogo de la plataforma Netflix, invita a revisitarla ameritando coraje, y aunque plagada de tintes de romance, tal como en un principio lo anunció esa potente y emotiva banda sonora premonitoria, requiere manejar ese sentimiento que va directo a las entrañas porque versa de historias que sucumben ante la pasión, esa que es humana e imperfecta, esa que más allá del tiempo y las circunstancias de vida, renace y se transforma como si no pudiera desprenderse de su esencia natural y espiritual.
“Algunas personas oyen su voz interior y viven solo de lo que escuchan. Esas personas tienen dos opciones: se vuelven locas o se convierten en leyenda”.