Una de las mayores virtudes de conocer poco de M. Night Shyamalan en el tiempo de estreno de “The Sixth Sense” fue que el neófito espectador que tranquilo se sentaba en las salas de cine a ver lo nuevo de Bruce Willis, no tenía idea de lo que se avecinaba en estas casi dos horas de filme.
Hoy, cuando te aprontas a ver una película de este director intuyes que lo que parece ser podría no serlo y que la perspectiva es clave en la versión de los hechos que se presentan en su relato. Esa majestuosidad, que a veces funciona y otras no en su filmografía, el año 1999 cuanto los cines se atestaban de curiosos hace explotar la gran pantalla con uno de los finales iluminantes más recordados del séptimo arte y que, como una experiencia única e irrepetible, distó de ser ajeno a la participación de quien lo visionaba, apabullando a un público extasiado ante tanta novedad.
Si bien volver a revisar esta película siempre será una opción, la sensación de los últimos 15 minutos de relato son irreversibles porque ese escalofrío que dejo un murmullo silenciado de asombro al verla por primera vez nunca será capaz de renovar esa impresión.
La película cuenta la historia de Malcolm Crowe, personificado por un Bruce Willis alejado de sus icónicos papeles de acción que lo hacen familiar a la audiencia. Crowe, es un exitoso psicólogo infantil que se enfrenta a casos complejos de salud mental juvenil, casado y recientemente premiado por su notable vocación laboral, esta aparente apacible vida se ve interrumpida con la aparición de un expaciente en crisis que entra a su casa, lo deja herido y después se quita la vida antes los ojos embebidos de miedo de su mujer (Olivia Williams).
Pasa un otoño y lo primero que vemos es al sicólogo esperando el encuentro con uno de sus pacientes. Cole, un magistral Haley- Joel Osment, que deja a todos perplejos ante tanto talento infantil. Cole, es un niño atormentado, sus pasos son frágiles producto del miedo constante que lo paraliza y agobia. No confía en nadie y su único refugio es una iglesia cercana a su casa donde a través de pequeños juguetes de plástico intenta canalizar esa desbordante vacilación que lo inmersa en esa delgada línea que versa entre la vida y la muerte, y que, a su corta edad, transita por dibujos catastróficos, escritos alienados, ropa rasgada y heridas que trascienden las marcas físicas que no puede internalizar. En ese contexto, Crowe (Willis) llega como un salvador, paso a paso va quebrando las barreras levantadas por el protagonista con el objetivo de ganar su confianza y entrar al mundo que pareciese habitar, pero no compartir.
Cole, vive con su madre, una abnegada y devota Toni Collette, que siempre brillante, intenta ayudar a su hijo con todas sus herramientas terrenales que la limitan a entender que lo sobrenatural podría estar intercediendo en la desesperanza de su atormentado hijo.
Luego de tensiones brutalmente preparadas, detalles inesperados que calan huesos, y acompañado por una banda sonora que quiebra el gélido aliento sostenido de un thriller hasta esa fecha poco desarrollado, Cole, en una muestra de confianza ante este profesional que obtiene a duras penas su objetivo, logra confesar su verdad, y con una voz quebrada, propia de la vulnerabilidad y el espanto, logra emitir una potente declaración reveladora que sería parte del inconsciente colectivo cinematográfico:
“I see dead people” (Veo gente muerta).
Esa frase la espeta en una pieza que trasmite frío y expectación como si anunciara un cambio intolerable sin alternativa de abolición, y que aun temblando de miedo y cubierto por una manta que pareciese protegerlo de todo mal, decide pedirle ayuda desde su agonía a un perplejo Crowe (Willis) que observa sin palabras la miseria de ese joven protagonista que busca, con ese impulso innato de supervivencia, su última oportunidad de ser escuchado.
Para no incurrir en spoilers por si aún no la viste y solo pidiendo poner atención en la aparición del color rojo durante la película, decirles que lo que viene después es un deleite visual que se complementa con una trama manifiesta de un conjunto de hilos cruzados que se desenlaza de una manera, como anteriormente mencioné, única e irrepetible.
Un final iluminante que te da vuelta la cabeza, que si pudiéramos vincularlo a algún sonido terrenal sería ese inesperado rumor subterráneo antes del movimiento sísmico que no sabes de dónde viene, pero sabes que llegará, ese que retuerce y transforma todo lo que lleva por delante, ese que no deja expectativa alguna sin cumplir y que solo es entendido como un salto al vacío ante tanta lucidez.
Y así, con un anillo que cae y tintinea en el piso provocando un silencio contenido que como un shock anafiláctico no deja espacio para respiro holgado alguno, el director presenta un giro de guion abrumador que dejó salas enteras con susurros unísonos ante tal revelación que ante la perplejidad colectiva solo aumentó las preguntas. Un regalo de Shyamalan a la historia de la gran pantalla, por cierto, difícil de volver a repetir.