La entrega de los 94º premios Oscar dejó poco para analizar en materia cinematográfica. Es que la polémica central de la noche entre el presentador Chris Rock y el actor Will Smith, que se llevó todos los focos de atención, no tuvo nada que ver con lo estrictamente artístico, y sin embargo funcionó como una muestra tangible del contexto socio cultural que vivimos, y el presente de una industria que pareciera no estar a la altura de los cambios y las demandas sociales. El humor misógino, la falta de mujeres en las ternas jerárquicas, la sexualización de las figuras femeninas, la ausencia de identidades no binarias y el cachetazo final nos evidencian que tal vez Hollywood no es un espacio tan avanzado en materia de igualdad de género como nos quieren hacer creer a pesar del MeToo, la condena a Harvey Weinstein y las denuncias contra cientos de hombres poderosos.
Los chistes, el humor al borde de la corrección política y la sobreactuación empaquetada suelen formar parte de los guiones de este tipo de eventos. Pero el problema es que la realidad ha cambiado y lo que solía causar gracia ya no lo hace. El actor y cómico Chris Rock en su performance no solamente se mofó de la patología que padece Jada Pinkett, actriz y esposa de Will Smith, (alopecia femenina) por la cual perdió su cabello, sino que también se refirió a Penélope Cruz como “la mujer” de Javier Bardem, en un gesto de ninguneo y misoginia explícita. La violencia simbólica hacia las mujeres, que además obligan a aceptarlo bajo la premisa de que se trata de una broma, sigue presente en prácticas naturalizadas incluso en las instituciones más prestigiosas como la Academia de Cine.
¿Y ella?
El cachetazo de Will Smith y su reacción violenta fue sorpresiva por el espacio y lugar. “Mantén el nombre de mi esposa fuera de tu puta boca“, le gritó a Rock desde el asiento rojo y vestido de gala, mientras la respuesta de Jada Pinkett fue solamente un gesto de indignación a cámara y el silencio. La escena casi teatral fue un acto de violencia televisado en medio de outfits lujosos y estatuillas doradas. Pero no llamaría la atención en un bar nocturno o un fiesta. Es que este tipo de comportamientos son moneda corriente en el marco de una cultura patriarcal que asocia el modelo de masculinidad al ejercicio del poder a través de la violencia y la propiedad del cuerpo de la mujer.
Si uno presta atención durante la socialización de las personas en la escuela o en las casas se suele trabajar sobre la noción de los límites y pautas. Este proceso es diferente para el cuerpo femenino y el cuerpo masculino. El varón crece desconociendo ciertos límites sobre sí mismo y sobre el cuerpo de otros. El machismo vertebra la praxis masculina desde temprana edad. Mientras a las mujeres se le señalan límites, cuidados, tareas pasivas y restricciones, al varón se lo construye como apto para lo discontinuo, lo peligroso, el mundo ilimitado, la violencia. De esta manera la dominación masculina genera todas las condiciones para su pleno ejercicio y el orden social funciona como una máquina simbólica automática e inmensa.
El discurso
Al mismo tiempo los varones suelen nunca hacerse responsables de sus actos. No casualmente al subir a recibir el premio a ‘Mejor Actor’ por su actuación en ‘King Richard’, Smith emitió un discurso cuasi pastoral y llorando señaló que su vida actualmente se trataba de “poder iluminar a todas las personas” y justificó la violencia diciendo que “El amor te hace hacer locuras”. En lugar de pedir disculpas se refugió en la figura machista del varón “protector” de su familia. Es que si bien los varones cis pueden cuestionarse algunas cosas, el sistema los empuja a seguir ejerciendo el poder que les confiere el contexto social, que básicamente significa no cuestionar demasiado sus conductas o los lugares de privilegio. Claro que no todos los varones cis heterosexuales son violentos. Pero con la naturalización de estos gestos sostienen la reproducción de una línea de sentido común que impone el patriarcado, un sentido que los ata pero también los protege.