Hay series que lo tienen todo. Una trama envolvente imbatible, un reparto de lujo, una banda sonora que extrae cada esencia de lo que ocurre en la visualidad y un desarrollo de personajes que no deja de crecer capítulo a capítulo. Eso y mucho más, es The White Lotus, el estreno más reciente de la cadena HBO.
La serie parte con el final. Un aeropuerto, un hombre de mediana edad sumido en el silencio dentro del ajetreado movimiento de ese no lugar y una caja con restos humanos siendo transportada a un avión en la pista de aterrizaje. Pero esa escena se olvida rápidamente. El regalo de la narrativa no lineal.
Lo que viene es un ferry arribando a una paradisiaca playa al son de una música que transporta a la sensación de viento cálido en la cara, pies descalzos en la arena y olor a fruta tropical de una crema bronceadora. A la espera de los pasajeros está el staff del hotel, con una sonrisa impoluta y sostenida balancean sus manos en un caluroso saludo propio de un resort cinco estrellas que espera por este grupo que se identifica a la lejanía como parte de la elite americana que está por desembarcar.
El grupo de trabajadores es liderado por Armond, el manager del hotel, un alcohólico en recuperación que lucha a día a día por mantener el equilibrio en su demandante trabajo. Este personaje es desarrollado por un espectacular Murray Barlett (Historias de San Francisco), que desde mi perspectiva se convierte en el mejor actor del reparto con un arco de personaje que crece con cada situación a la que es sometido.
Cuando descienden del ferry conocemos a los personajes principales. Una familia rica, blanca y norteamericana liderada por Nicole, una siempre impecable Connie Britton (Dirty John), y su marido, Mark, Steve Zahn (Reality Bites). La pareja es acompañada por sus hijos. Olivia (Sydney Sweeney) una joven malcriada que lleva de vacaciones a su amiga Paula (Brittany O´Grady), encargada de recordarnos la incomodidad de viajar con una familia ajena y estar expuesta a sus discusiones más íntimas. Y el menor de la familia, su otro hijo adolescente, Quinn (Fred Hechinger) que se aliena de la sociedad a través del porno y la tecnología, viviendo en una burbuja individual que solo se rompe por escuetas conversaciones con su estrafalario padre.
Los sigue una pareja de recién casados. Jake Lacy (The Office) como Shane, un altanero adulto joven que camina como si el mundo le perteneciese y su señora, Alexandra Daddario (Percy Jackson), una silente periodista que está en medio de una crisis existencial. En el homogéneo grupo también está Tania, Jennifer Coolidge, la noventera mamá de Stiffler (American Pie). Su personaje acaba de perder a su madre y lleva sus restos con ella. Arriba al resort con la mirada perdida y balbucea desesperada a la gerente del Spa, Belinda (Natasha Rodwell), la petición de un masaje de urgencia demostrando un desbalance emocional que pasados los capítulos cada vez se hace más notorio al espectador.
Desde acá, comienza un experimento social calculadísimo por el director. Una sola locación que activa y entrelaza a los personajes de manera hipnótica, que no descansa en giros de guion y que acompañado de travellings cinematográficos hacen que la estética y la narrativa sea envolvente y no deje de maravillar a la audiencia.
Todo se vuelve familiar. Encuentros en el desayuno, cenas bajo las estrellas y espectáculos que muestran parte de la cultura local, la piscina que provoca miradas furtivas de quienes terminan viéndose completamente desnudos en lo físico y lo emocional. Al paso de los días se construyen rumores escondidos en pasillos, se derriban caretas iniciales, se desbordan personalidades contenidas y Maui, se vuelve escenario de un cuasi reality que con su majestuosidad natural ayuda a la audiencia a descansar de esta explosión catártica del colapso de estos personajes que no hace más que tener reminiscencia a series como “Succesfull” y que termina siendo una inmersión absoluta dentro un grupo de poder enfrentado a diversas situaciones que van desde el robo de medicamentos para drogarse, la obsesión por una habitación cambiada, el robo de joyas por una causa social, el quiebre emocional por las cenizas de un madre castigadora y otras, que no hacen más que provocar un síncope grupal.
Mike White, productor, escritor y director de la serie logra desentrañar una trama que termina siendo una sátira envolvente y descarnada de la elite Norteamérica, pero ese no es su objetivo. La convierte en una serie íntima, hace crecer capítulo a capítulo a los personajes que van encontrando su lugar como si esa hubiese sido la meta del viaje. Enfrentándolos a sus propios demonios, a sus propias debilidades y sombras, haciéndolos chocar de frente con sus espejos de personalidad en otros personajes, desenvolviendo los miedos más profundos y propulsándolos al abandono de la superficialidad con una obligada interacción con quienes fueron en un principio desconocidos viajeros. Toca temas como la drogadicción, la falta de empatía, el narcisismo, la apatía social, el orgullo, la soledad y la debilidad humana. Es la decadencia ambientada en un paraíso profundo. Pero que está tan bien desarrollada que es adictiva y que no para de serlo hasta el capítulo final.
La serie es atrapante e incisiva, no deja de asombrar, colapsa y renace nuevamente. Es un ejercicio de tensión absoluta entre el drama y la tragicomedia, con momentos que asquean y otros que llegan a los más profundo del corazón. Es una propuesta innovadora que desafía e invita al espectador a ser parte de este encierro en el paraíso físico y a ratos, el infierno emocional. Una dicotomía sostenida de un magnetismo único y peculiar.
Todo esto se acompaña de una música que es un personaje más. El chileno- canadiense, Cristóbal Tapia de Veer fue el encargado de cumplir con la petición del director de llevar “la ansiedad tropical” a la vida y que con sonidos estridentes que se fijan en el inconsciente del espectador mueve todos los hilos emocionales requeridos para acompañar la narración.
Esta serie de seis capítulos de una hora cada uno, merece la revisión, puede generar odio u amor, pero dudo que quede en la indiferencia.