Platónicos, cruzados, no correspondidos, eternos, despechados, adolescentes, únicos y transformativos. A fin de cuentas… ese loco y estúpido amor.
Hay comedias románticas que quedan en el corazón de la audiencia… esta es una de ellas. El año 2011, los directores Glenn Ficarra y John Requa daban vida al guion del talentosísimo Dan Fogelman (This is Us) a través de la familia Weaver y sus múltiples historias corales que se entrelazan gracias, y por culpa, del amor.
Cal weaver (Steve Carell) y su señora, Emily (Julianne Moore), se separan a viva voz en un restaurante luego de que ella, en una explosión de honestidad que sale desbordante cual espumante recién abierto, revela que quiere el divorcio al mismo tiempo en que a coro debían enunciar qué postre seleccionar. Minutos después, siguiendo con esta incontinencia verbal y como si no hubiese filtro atrás, le cuenta que tuvo una aventura con su compañero de oficina, David Lindhagen (Kevin Bacon). Cal, atónito frente esta información, y capaz de lanzarse desde un auto en movimiento antes de querer afrontarla, asume perplejo y con mirada perdida la decisión de su ahora expareja, como si no pudiera internalizar qué fue lo que llevó a su matrimonio a ese agónico momento.
Con el corazón roto, Cal comienza a frecuentar el mismo bar día tras día, y, entre vodka de berries y una verborrea catártica que mantiene precariamente su despecho, conoce a Jacob Palmer (Ryan Gosling) un joven mujeriego quien, tomándolo como un desafío personal, intenta incorporarlo nuevamente en el ruedo de la socialización sexo-afectiva. Esta dupla tiene la capacidad de estar siempre al borde del estallido de la carcajada con risas contenidas que pareciesen llevar la escena directo al blooper pero que se levanta, en último momento, al límite en esa tensión que versa la comedia y que regala sonrisas a la audiencia.
En su transformación, cuadro tras cuadro, vamos acompañando a Cal, y lo que comenzó con un cambio de 16 prendas de ropa y con ensayos fallidos entre tanta torpeza emocional propia de relaciones anquilosadas, tiene su cúspide de atracción con la primera cita concretada. Es aquí donde Cal conoce a Kate (Marisa Tomei) y sin pensar en las múltiples e irónicas vueltas de la vida queda de llamarla sin hacerlo para nunca verse nuevamente… o eso era lo que creía.
Jacob (Gosling), su mentor y compañero de andanzas, logra todos sus cometidos en lo que flirteo casual se trata y que natural a su estilo utiliza como si fuera una extensión intrínseca a su andar, pero esto no funciona con Hanna (Emma Stone) que luego de negarle una salida, en un día de torrencial tormenta y con una determinación propia del despecho embebido en gin, al son del tema principal de Dirty Dancing terminan urdiendo lo que sería la última salida del empedernido soltero Jacob. La química de esta pareja no requiere de preámbulo alguno, el brillo de sus ojos y las sonrisas tímidas que se disfrazan entre el rojizo color de sus mejillas cuando se ven ha sido objeto de deseo de otros directores como el talentoso millennial Damien Chazelle en su exitosa La La Land, provocando una sensación de familiaridad idónea con sus personajes y llegando al público que disfruta de la naturalidad de los protagonistas.
Cal y Emily Weaver, tienen tres hijos, uno de ellos bordea la adolescencia, Robbi (Jonah Bobbo) personaje encargado de perpetuar ese amor juvenil extasiado en platonismo. Enamorado de su niñera, Jessica (Analeigh Tipton), declara su amor como si estuviera marcado a fuego por este sentimiento que no lo deja avanzar ante tanta efusividad que sale de sus entrañas. Pero como anuncié en un principio, en esta historia también, hay amores cruzados y no correspondidos.
El peak de la película se desata en una hilarante secuencia que los involucra a todos, y lo que Cal había planeado como un momento cúspide de recuperación de quien fuera el amor de su vida, toma otro destino al ritmo de “This magic is true” del vapuleado grupo Spandau Ballet. Acá, en una crónica de eventos desafortunados y en una maravillosa unión de historias corales que se entrelazan, Hanna, su hija, llega para presentar a su pareja a la familia causando un shock inmediato en el protagonista (Carell) que solo se sacude de ese estado porque es abatido, mediante un tacle magistral, por uno de sus amigos que rebosa rabia por la la historia de unas fotografías que involucran a su hija, Jessica (Tipton), la niñera de Robbie.
Desde ahí, todo se vuelve un bálsamo de ironía que saca carcajadas y que, en una sucesión de miradas de extrañeza, con el enunciado de los nombres de los personajes en forma de pregunta atónita y con la internalización de información no antes procesada, solo se detiene, como una inhalación requerida ante tanto caos, a través de la canalización de la furia explícita frente a un común denominador que encuentra el peor momento para presentarse… ¡Sí! David Lindhagen (Bacon), desatando la anarquía colectiva en ese momento icónico que termina en un enfrentamiento que involucra a Jacob persiguiendo a David, a Berni (El amigo de Cal), persiguiendo a Cal y en un cierre de este círculo poco virtuoso a Cal persiguiendo a Jacob.
Esta película no despierta grandes pretensiones y es así como se disfruta también. Con un reparto que por su naturalidad logra ganarse un espacio en este género y que invita a verla no solo en una simple tarde festiva, porque versa de la vida misma, de esos amores que no solo transforman a los que los rodean sino también a los mismos personajes que van aprendiendo de este sentimiento que los mueve en un lindo y inesperado viaje que los sube, los remece y los suelta sin mitigación alguna, donde cada uno vive según su generación y etapa de vida, la búsqueda y el encuentro del amor.