David O. Russell dirige a unos magnéticos Bradley Cooper y Jennifer Lawrence en una película que mezcla el drama y la comedia negra, y que al son de Steve Wonder, despercude hasta al más incrédulo.
Dos corazones rotos, un encuentro de palabras sin filtro, inseguridades que se potencian y la sanación de un baile catártico que abre una pequeña luz de esperanza.
En la soledad de los problemas de salud mental se encuentran los protagonistas. Él, después de haberse perdido en la oscuridad por encontrar a su mujer con otro, aún es gatillado por el timbre del sonido de la canción que cual tatuaje hizo imborrable ese momento; Ella, viuda a temprana edad, intenta sobrevivir su dolor con relaciones sexo-afectivas desenfrenadas. Los dos, ahogados en la alienación producto de lo que les ha tocado vivir, son juzgados por quienes los rodean como si la vida no fuera suficiente para perderse un poco en ella.
Bradley Cooper es Pat, quien recién salido de una institución psiquiátrica por una separación no internalizada, llega a casa de sus padres como parte de su rehabilitación. Causando fricción desde el primer momento en que esta pisa comienza el difícil camino de la recuperación en un lugar atestado de recuerdos con los que lidiar. Su padre, un obsesivo, Robert De Niro, es adicto a las apuestas y más que la contención de su hijo le interesa cumplir con una rutina milimétricamente planeada que cargada de superstición la cree directamente relacionada con el resultado que pueda tener el equipo por quien invirtió todo lo que tiene. Su madre, una dulce y sumisa Jacki Weaver, mira nerviosa la relación de Pat y su padre, entrecerrando los ojos cada vez que se enfrascan en una discusión, como si en una lucha interna cada vez que pasa no pudiera decidir por quien tomar partido. Jennifer Lawrence es Tiffany Maxwell, una joven que a su corta edad conoce las heridas de la pérdida de quien algún día amó, lo que se refleja en su mirada empañada de dolor y en sus palabras punzantes víctimas de la rabia insostenible.
El mejor amigo de Pat, Ronnie (John Ortiz) y su pareja, Verónica, la noventera Julia Stiles, que es la hermana de Tiffany, son los encargados de juntarlos. Y en un desafío, que definitivamente tenía atisbos de fracaso, concretan el comienzo de un camino que poco tiene de certeza y que, como un salto al vacío, entre percocet y ravotril, abre una luz de esperanza que comienza a corroer las barreras de un hombre en negación por su fracaso matrimonial y una mujer que no es capaz de volver amar por el miedo de perderlo todo nuevamente.
Así, Pat, con el que será su sello – correr con una bolsa de basura como parte de su tenida deportiva- empieza a recibir, ariscamente, la imprevista visita de Tiffany en estos recorridos, y lo que comienza como un favor para recuperar a su exesposa, se convierte en un ir y venir de resistencia ante la incipiente formación de una linda historia de encuentros cercanos en un mundo plagado de distancia.
A quienes la sociedad juzgaba de “locos” terminan construyendo un lenguaje común más sincero que el de cualquiera, a los que la sociedad miraba con recelo y creía fragmentados, comienzan a caminar sin miedo entre sus luces y sombras, a los que la sociedad apartaba de sus vínculos se levantan como un todo iluminado que no pretende de normalidad, sino que brilla en sus defectos.
Como personajes secundarios en el reparto esta un siempre hilarante Chris Tucker como un interno psiquiátrico en rehabilitación, un apasionado terapeuta encarnado por Anupam Kher y quien se convertiría en un fantasma del pasado, Nikki, la ex esposa de Pat, protagonizada por Brea Bree.
Esta película es un regalo, es un espejo de carencias subsanadas con un desenfrenado baile, es un triunfo individual y colectivo, es una explosión de incertezas que al soltarlas produce una cadena de favores, es una reinvención de la risa como terapia sanadora y del entendimiento del pasado como enseñanza de una nueva oportunidad para volver a amar.La banda sonora esta elegida a pulso, acompaña las distintas emociones que este viaje hace pasar a la audiencia como un catalizador de momentos, potencia la invitación de este relato a sumergirnos en esos los lugares relegados de la sociedad de los que son difíciles hablar, del aún contemporáneo rechazo y mal entendimiento de los problemas de salud metal y, lo mejor, lo hace de manera magistral, desde la luz, desde una secuencia de movimientos entrelazados que sin palabras reparan heridas y nos hacen ver el lado luminoso de la vida.